«Me regocijo en el hecho de que Dios sea Dios» (San Charles de Foucauld).
De todo corazón podemos hacer nuestras las palabras de san Charles de Foucauld: «¡Qué bueno que Dios sea Dios!». Esta constatación puede brotar de lo más profundo de nuestro corazón como una constante alabanza. Ya en el Antiguo Testamento, el rey David exclama: «Caigamos en manos del Señor, que es grande su misericordia. Prefiero no caer en manos de los hombres» (1Cro 21,13).
Estas palabras de David reflejan la experiencia de que a menudo no se halla compasión al caer en manos de los hombres, mientras que siempre podemos apelar a la misericordia de Dios.
Pero no se trata sólo del contraste entre la misericordia que esperamos de Dios y la falta de misericordia que a menudo encontramos en los hombres. Antes bien, se trata de la alegría en Dios por ser como es y porque Él es inmutable. Nuestro Padre siempre actúa como Dios, siempre seguirá siendo Dios y nunca será otra cosa. Si nos fijamos a profundidad en nuestras propias experiencias, a menudo brotará del corazón una alabanza como ésta: “¡Qué bueno, oh Dios, que Tú seas Dios! Sin Ti, amado Padre, ¿adónde iríamos? Sin Ti todo carece de un verdadero sentido. Si no fuera por Ti y si Tú no fueras como eres, no podríamos ni querríamos vivir. ¡Tú eres nuestra vida!”
Así, nuestro corazón se regocija porque tenemos un Padre divino que está ahí para todos los hombres. ¡Que todos le reconozcan como Él es en verdad, porque esta alegría que expresa San Charles de Foucauld en la frase de hoy se ofrece a todos los hombres sin excepción! Entonces podremos vernos a los ojos unos a otros y cada uno sabrá que todo se lo debemos a nuestro Padre, y nos alegraremos juntos de que Dios sea nuestro Padre y de que Él sea como es.