Jn 15,1-8
Jesús dijo a sus discípulos: “Yo soy la vid verdadera, y mi Padre es el viñador. Él corta todo sarmiento que en mí no da fruto, y limpia todo el que da fruto. Vosotros estáis ya limpios gracias a la palabra que os he dicho. Permaneced en mí, como yo en vosotros. Lo mismo que el sarmiento no puede dar fruto por sí mismo, si no permanece en la vid, tampoco vosotros podréis si no permanecéis en mí. Yo soy la vid; vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él dará mucho fruto; porque separados de mí nada podéis hacer.
Si alguno no permanece en mí, es cortado y se seca, lo mismo que los sarmientos; luego los recogen y los echan al fuego para que ardan. Si permanecéis en mí, y mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo que queráis y lo conseguiréis. La gloria de mi Padre está en que deis mucho fruto y seáis mis discípulos.”
El Señor quiere que demos fruto. Por eso insiste en que permanezcamos en Él, pues sólo así podremos producir abundante fruto.
Dar fruto significa que el Señor quiere realizar a través nuestro todas las buenas obras que tiene previstas para los hombres.
El punto decisivo en el evangelio de hoy consiste en que el Señor no nos exhorta tanto a una actividad exterior; sino más bien a una relación más profunda con Él. La fecundidad brota de la íntima comunión con Él. Esto también nos lo enseñan los místicos, y, de hecho, no es difícil comprenderlo, porque se trata de realizar las obras de Dios. Cuanto más obre el Señor en nosotros, cuanto más presente esté su Espíritu, tanto más carácter divino tendrán nuestras obras y más fructíferas serán.
En este mismo contexto hemos de entender la palabra “purificación”. Todos estamos necesitados de purificación, pues no son sólo los pecados los que pesan sobre nosotros y no dejan translucir al Espíritu Santo; sino que además están todas aquellas cosas a las que, de forma voluntaria, damos un lugar demasiado importante en nuestra vida, apegando desordenadamente el corazón a ellas, de manera que ejercen una influencia demasiado grande sobre nosotros y reducen nuestro amor a Dios.
El P. Lallement, un distinguido maestro espiritual jesuita del siglo XVI, escribe con mucho acierto: “El entregarse a mil cosas innecesarias es una de las razones que más impiden el avance espiritual que hubiera podido alcanzarse, y mantienen al alma aprisionada en su bajeza, sin que ella apenas lo note.”
Entonces, nuestra tarea consiste en permanecer en el Señor. Ésta es, precisamente, la finalidad de la purificación, que quiere ayudarnos a enraizar nuestro corazón más profundamente en Dios. Esto sólo podrá suceder si la Palabra del Señor actúa cada vez más en nosotros, si la interiorizamos y le obedecemos. A través de su Palabra, Dios puede hablarnos directamente a toda hora y el Espíritu Santo puede recordarnos todo aquello que Jesús dijo e hizo (cf. Jn 14,26). A la luz de la Palabra de Dios, muchas veces las otras cosas pierden su fascinación. A veces simplemente nos olvidamos de pensar en Dios, y no examinamos si aquello que estamos haciendo realmente tiene sentido ante Él, o si más bien nos distrae.
Tal vez incluso nos hemos acostumbrado a las distracciones y no las notamos siquiera, pero luego nos sorprendemos de cuán dispersos estamos cuando oramos o cuando queremos concentrarnos en lo esencial.
“Permanecer en Jesús” también significa volver a Él de en medio de la dispersión y tomarse tiempo para estar con Él. Las distracciones a las que nos entregamos voluntariamente, y, más aún, las imperfecciones que toleramos y consentimos, nos separan del Señor. Tal vez sentimos que el Señor nos está pidiendo nuestra atención, pero nosotros cedemos a nuestras inclinaciones naturales, sin cuestionarlas o tratar de vencerlas. Entonces, éstas dejan secuelas en nuestra alma.
El P. Lallement menciona cuatro consecuencias de las distracciones e imperfecciones voluntariamente consentidas:
1) Nos oscurecen y ciegan más y más.
2) Manchan el alma.
3) Inquietan y estorban al alma.
4) Reducen las fuerzas del alma y la debilitan, mientras que la práctica de la virtud produce lo contrario.
Podemos ver que el P. Lallement nos ofrece una escuela positiva para el discernimiento de los espíritus en la propia alma. Así fue como, por ejemplo, un San Ignacio de Loyola pudo percibir la diferencia entre lo que provocaban en su alma los libros de caballería y las historias de los santos. Estas últimas lo animaban a buscar la virtud, lo cual no sucedía con las novelas caballerescas.
Vale aclarar que al hablar de dispersión no me refiero a los legítimos momentos de sano esparcimiento, que pueden ser justificados, siempre y cuando se mantengan en sus límites y se los integre conscientemente. Me refiero más bien a las inclinaciones desordenadas voluntarias, que a la larga nos separan del Señor y nos impiden permanecer en Él. Son éstas las que frenan la fuerza de la Palabra en nuestro interior y reducen la gracia que el Señor quiere concedernos en la recepción de la santa comunión.
Quien quiera producir abundante fruto en su vida y no quiera de antemano conformarse con un mínimo, debe recorrer decididamente el camino de seguimiento de Cristo y dejarse purificar por Dios, colaborando también en este proceso.
Es Dios quien actúa, pero nosotros somos los cooperadores. Y recordemos que Jesús quiere que produzcamos abundante fruto y que este fruto permanezca. ¡Hagamos la parte que a nosotros nos corresponde!