La esperanza es una virtud teologal, que nos hace esperar del Señor lo que aún no vemos. Si ponemos en Él nuestra esperanza, el Padre puede transformar nuestros corazones. Así nos dice en el Mensaje a la Madre Eugenia:
“Recordad, oh hombres, que Yo quiero ser la esperanza de la humanidad. ¿No lo soy ya? Si Yo no sería la esperanza de la humanidad, el hombre estaría perdido. Pero es necesario que sea conocido como tal, para que la paz, la confianza y el amor entren en el corazón de los hombres y surja así una relación con su Padre del Cielo y de la Tierra.”
Poner nuestra esperanza en el Señor significa no dejarnos engullir por las frecuentes incertidumbres y circunstancias difíciles que pretenden desanimarnos. La esperanza es siempre una luz que nos libera de nuestras angustias y nos dispone para descubrir los caminos de Dios. Aunque no se los reconozca inmediatamente, nuestro corazón no se desanima ni se desespera. Puesto que la esperanza es una luz divina, penetra en nosotros y nos trae la verdadera paz. A través de la confianza esta luz resplandece, y así el corazón se abre al amor que Dios nos ofrece en cada situación de la vida.
Poner nuestra esperanza en Dios nos preserva de depositarla de forma equivocada en las personas y, por tanto, nos evita las decepciones que una y otra vez se tiene que sufrir a consecuencia de ello. Si estas experiencias negativas, entendiéndolas correctamente, pueden en cierto modo ayudarnos a buscar el verdadero objeto de nuestra esperanza, se convierten en una buena lección. Pero si esto no sucede, el alma se oscurece cada vez más.
Si levantamos la mirada y ponemos nuestra esperanza en el Padre, tendremos una llave que siempre puede abrir la puerta del Corazón de Dios.