St 1,17-18.21b-22.27
Toda dádiva buena y todo don perfecto que recibimos viene de lo alto, desciende del Padre de las luces, en quien no hay cambio ni fase de sombra. Nos engendró por su propia voluntad, con palabras de verdad, para que fuésemos las primicias de sus criaturas. Por eso, desechad todo tipo de inmundicia y de mal, que tanto abunda, y recibid con mansedumbre la palabra sembrada en vosotros, capaz de salvar vuestras almas. Poned por obra la palabra y no os contentéis sólo con oírla, engañándoos a vosotros mismos. La religiosidad pura e intachable ante Dios Padre es ésta: ayudar a huérfanos y viudas en sus tribulaciones y conservarse incontaminado del mundo.
El Apóstol Santiago nos recuerda con toda claridad que nuestra fe debe desembocar en obras concretas; de lo contrario, corre el riesgo de quedarse en una fe muerta (cf. St 2,17) e incluso puede convertirse para nosotros en motivo de condena. Y es que la fe nos enseña cómo debemos vivir y el Espíritu Santo que mora en nosotros nos empuja a concretizarla en las obras. Si no seguimos sus indicaciones, podrá estar ahí el impulso, pero no se “hace carne”; es decir, no se transforma en una realidad palpable.
Entonces, la pregunta que se nos plantea a nosotros, que queremos seguir al Señor, es: ¿Cómo podemos comprender mejor las mociones del Espíritu y ponerlas en práctica?
La lectura nos da una indicación clara: “Desechad todo tipo de inmundicia y de mal, que tanto abunda, y recibid con mansedumbre la palabra sembrada en vosotros, capaz de salvar vuestras almas.”
Aquí se nos habla de la purificación de nuestro corazón, de refrenar nuestras pasiones, de aspirar la mansedumbre y de interiorizar la Palabra de Dios. Estas son buenas predisposiciones para saber percibir mejor la voz del Espíritu Santo y para poner por obra lo que Él quiere de nosotros.
La inmundicia y el mal en nosotros –sean los que fueren– nos hacen insensibles ante la delicada presencia del Espíritu Santo y son un impedimento para que Él pueda actuar en nosotros. ¡Nuestra libertad interior queda bloqueada e influenciada por el lado oscuro! Por ejemplo, cuando cedemos a la ira o a otros fuertes sentimientos negativos, éstos nos dominan. Pero no corresponde a la forma de actuar del Espíritu Santo levantar tanto la voz hasta “ahogar” esos sentimientos negativos. Al contrario, Él nos enseñará a refrenarlos, para que volvamos a ser receptivos. En este punto, es fundamental la mención de la mansedumbre, que aparece en la lectura de hoy y que todos debemos aspirar.
La mansedumbre, en contraste con la ira desenfrenada, es una actitud muy espiritual. De ninguna manera se trata de una apatía o indiferencia propia de nuestro temperamento natural, que no se exalta por nada ni muestra interés por cosa alguna.
Hemos de ejercitarnos en la mansedumbre, aprendiendo también a percibir cuáles son las causas de nuestro enojo, porque ciertamente no siempre es una “ira santa” la que nos invade. Muchas veces es más bien la impaciencia, porque las cosas no suceden como lo esperábamos o como quisiéramos que fueran, etc. Si son éstas las causas de nuestro enojo, significa que estamos como “atados” a nosotros mismos, sobre todo si el enfado y el disgusto permanecen durante un buen tiempo.
La mansedumbre, por el contrario, renuncia a este tipo de “auto-afirmación” y busca la verdad de la situación objetiva, es decir, no se queda con lo que nos transmiten nuestros sentimientos, sino con la realidad tal como es. Así, la mansedumbre nos refrena, ordena los sentimientos desbordantes y busca aquello que conviene para la verdadera paz. Vale aclarar que es necesario haber tomado previamente una decisión espiritual, porque la ira siempre se justifica y cree tener motivos razonables, puesto que se deja llevar por los sentimientos. Por ello, es necesaria la decisión de no darle riendas ni justificarla.
Pero, ¿cómo podrá corregirse la ira a tiempo, y no esperar hasta que se haya desvanecido el ardor y la exaltación que produce?
En este punto, entra en juego el consejo del Apóstol: “Recibid la palabra sembrada en vosotros.” Si lo aplicamos concretamente al caso de la ira desenfrenada, sería importante interiorizar, por ejemplo, aquella palabra de la Escritura que dice que “la ira del hombre no hace lo que es justo ante Dios” (St 1,20).
Entonces, deberíamos reflexionar una y otra vez sobre esta frase, meditarla y repetirla. Si notamos que fácilmente surgen en nosotros sentimientos de ira, podríamos incluso recitarla en nuestro interior a modo de jaculatoria, como una “oración del corazón”. ¡Y es que la Palabra de Dios, conforme a lo que nos dice hoy el Apóstol, tiene el poder de salvar nuestras almas! En nuestro ejemplo, esto significaría que la Palabra viene a contrarrestar nuestros sentimientos y pasiones desordenadas, y a fortalecernos para el bien.
Así, nos convertimos en “oyentes de la Palabra” que también la ponen en práctica.
Si atravesamos estas purificaciones interiores y trabajamos seriamente en nuestro interior, no sólo seguiremos más fácilmente las indicaciones del Espíritu Santo, sino que también practicaremos con más naturalidad y facilidad las obras de misericordia, porque es un mismo Espíritu el que nos guía y el que nos da la fuerza para hacer el bien.