“Quien permanece en la doctrina, ése posee al Padre y al Hijo” (2Jn 1,9b).
Nuestro Padre nos ha encomendado un gran tesoro, que la Iglesia ha custodiado fielmente: la doctrina de Cristo. Ésta proporciona a nuestro entendimiento la luz sobrenatural, para que no nos extraviemos y caigamos así en los lazos que el Maligno nos tiende. El error en materia de fe empaña nuestra relación con Dios, porque es una “falsa luz”, un fuego fatuo que penetra en nuestra alma, ocupando el lugar del verdadero conocimiento de Dios. Así, la falsa doctrina afecta también a nuestra capacidad de amar, porque obstaculiza un conocimiento más profundo de Dios, que, a su vez, despertaría cada vez más nuestro amor por Él.
Tanto el pensar correctamente como el actuar rectamente es obra del Espíritu Santo, y nos concede una auténtica relación con Dios, porque, como dice San Juan, “el que obra el bien es de Dios” (3Jn 1,11).
El Padre se ha apiadado de nuestra debilidad, puesto que, a consecuencia del pecado original, nuestro entendimiento había quedado oscurecido, de modo que ya no podíamos comprender con naturalidad los caminos de Dios. Incluso sucedía lo contrario: los demonios confundían y seducían a los hombres hasta el punto de inducirlos a postrarse ante dioses extraños y servir a los ídolos. Pero el Padre, en su incesante bondad, vino a nosotros en la Persona de su Hijo, para darse a conocer tal como Él es en verdad y sacarnos así de todo error.
Sin embargo, hasta el día de hoy muchas personas carecen de la luz de la fe, que las salvaría de la perdición de este mundo. Hasta el día de hoy los hombres siguen muchas falsas luces y fuegos fatuos, y su conocimiento de Dios permanece a oscuras y no pocas veces es confuso.
Por eso, nuestro Padre busca personas que permanezcan unidas a Él a través de la recta doctrina y del recto obrar, para manifestar a través de ellas su amor. Si permanecen en la doctrina que les fue confiada como discípulos de Cristo, entonces serán “luz del mundo” y “sal de la tierra” (Mt 5,13-14).