1Jn 4,7-16
Queridísimos: amémonos unos a otros, porque el amor procede de Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios, y conoce a Dios. El que no ama no ha llegado a conocer a Dios, porque Dios es amor. En esto se manifestó entre nosotros el amor de Dios: en que Dios envió a su Hijo Unigénito al mundo para que recibiéramos por él la vida. En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y envió a su Hijo como víctima propiciatoria por nuestros pecados. Queridísimos: si Dios nos ha amado así, también nosotros debemos amarnos unos a otros. A Dios nadie le ha visto jamás. Si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros, y su amor alcanza en nosotros su perfección. En esto conocemos que permanecemos en Él, y Él en nosotros: en que nos ha hecho participar de su Espíritu. Nosotros hemos visto y damos testimonio de que el Padre envió a su Hijo como salvador del mundo. Si alguien confiesa que Jesús es el Hijo de Dios, Dios permanece en él y él en Dios. Y nosotros hemos conocido y creído en el amor que Dios nos tiene. Dios es amor, y el que permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él.
Tal y como señala con insistencia el apóstol San Juan, el amor es el tema central de nuestra vida. Tiene toda la razón, porque sin amor, incluso los buenos dones que el Espíritu concede son solo «bronce que resuena» (1Cor 13,1).
Si bien se habla mucho del amor, se escribe mucho sobre él y se lo representa de diversas maneras, da la impresión de que vivimos en un mundo cada vez más falto de amor. Ni siquiera las condiciones básicas de la existencia humana pueden darse por sentadas: que cada niño pueda nacer y ser bienvenido por su familia y, en el sentido más amplio, por toda la familia humana. En el peor de los casos, incluso se priva del derecho a vivir al nuevo ciudadano del mundo.
Muchas de las cosas a las que se denomina amor no merecen en absoluto este hermoso nombre. A menudo se trata de pasiones orientadas a la satisfacción del propio ego. Existen distorsiones del amor en sumo grado y, a menudo, el significado del verdadero amor permanece velado.
El pasaje de hoy nos aclara por qué ocurre esto.
En el Evangelio, Jesús pregunta si, al volver, encontrará fe sobre la tierra (Lc 18,8) y advierte que “la caridad de muchos se enfriará”. También podría haber preguntado si, al volver, encontrará caridad. Entonces tendríamos que responderle: «Poca, Señor, muy poca».
Vemos que la fe y la caridad van de la mano, pues el Apóstol Juan lo deja claro: “En esto se manifestó entre nosotros el amor de Dios: en que Dios envió a su Hijo Unigénito al mundo para que recibiéramos por él la vida. En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y envió a su Hijo como víctima propiciatoria por nuestros pecados”.
La fe en el Señor nos permite reconocer de dónde procede el verdadero amor y quién es el amor. Gracias a la fe, comprendemos que Dios nos amó primero y que toda nuestra existencia se basa en el amor de nuestro Padre Celestial. Se trata de una certeza que nos marca profundamente y a la que incluso podemos aferrarnos cuando, a nivel humano, hemos experimentado poco o casi nada de amor verdadero. Así, vemos que la fe y el amor están estrechamente unidos, o al menos así debería ser. Podemos constatarlo fácilmente al observar cuán contradictorio nos resulta encontrar personas que, por un lado, creen, pero que, por otro, tienen el corazón duro. En tal caso, surge fácilmente la pregunta de si su fe es auténtica. Probablemente, san Juan respondería que eso no es compatible.
Insiste en que del hecho de sabernos amados por Dios se deriva el deber más profundo de amarnos unos a otros, siguiendo así la lógica del amor. Para el Apóstol, esta es la señal de que Dios habita y permanece en nosotros. Es coherente, porque donde reinan el odio, la envidia, la maledicencia y otras «obras de la carne» (Gálatas 5, 19), nuestro Padre y sus ángeles no pueden sentirse en casa.
Dios ha derramado su Espíritu sobre nosotros, el Espíritu del amor y de la verdad, para arrancar de nuestra carne el corazón de piedra (Ez 36, 26) y para que aprendamos a amar de verdad como Dios ama. Esto se aplica a todos los hombres y, en especial, a nuestros hermanos.
Sabemos que para que el Reino de Dios se haga realidad en la Tierra, tal y como pedimos cada día en el Padrenuestro, es indispensable que los hombres se encuentren con el Salvador del mundo, que nos llama a la conversión y a un cambio de vida. Es una grave ilusión creer que este Reino —un Reino de paz— podría construirse solo con la buena voluntad humana. Eso lo han demostrado suficientemente diversos extravíos a lo largo de la historia. También en el ámbito religioso es ilusorio pretender edificar una fraternidad universal prescindiendo del encuentro con el Señor y de la correspondiente conversión de vida en la observancia de los mandamientos de Dios.
Si eso fuera posible, el Redentor no habría tenido que venir al mundo. Por tanto, aferrémonos a las palabras de san Juan en su carta: «Si alguien confiesa que Jesús es el Hijo de Dios, Dios permanece en él y él en Dios». Entonces vivimos en la verdad. ______________________________________________________
Meditación sobre el evangelio del día (Memoria de Santa Teresita del Niño Jesús): https://es.elijamission.net/la-infancia-espiritual-3/#more-15024