Lc 21,29-33
En aquel tiempo, expuso Jesús una parábola a sus discípulos: Observad la higuera y todos los árboles: cuando ya echan brotes, al verlos, sabéis por ellos que ya está cerca el verano. Así también vosotros, cuando veáis que suceden estas cosas, sabed que está cerca el Reino de Dios. En verdad os digo que no pasará esta generación sin que todo se cumpla. El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán.
El año litúrgico está llegando a su fin, y en estas últimas semanas nos vemos confrontados a aquellos pasajes bíblicos que nos muestran cuán pasajera es la existencia terrenal. Todo lo que nos promete una supuesta seguridad no es duradero. Basta con pensar en un terremoto que puede producirse de un momento al otro y hacer tambalear todo bajo nuestros pies. La tierra, supuestamente segura, empieza a moverse; y en poco tiempo todo puede derrumbarse. Ciertamente un desastre natural como éste es una realidad triste y dolorosa, y podemos hacer todo lo posible a nivel humano para prever tales catástrofes y tomar las medidas de seguridad necesarias. Pero, al fin y al cabo, las posibilidades humanas tampoco pueden brindarnos una seguridad definitiva.
Previo a las palabras que escuchamos en el evangelio de hoy, el Señor habla a sus discípulos sobre acontecimientos fuertes que sobrevendrán al mundo, y haríamos bien en tomarnos en serio la lección que Él nos da como conclusión: “El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán.”
En teoría, nosotros, los cristianos, conocemos esta afirmación; pero ¿realmente marca nuestra vida? ¿También nos es recordada con ahínco en los sermones? ¿Verdaderamente buscamos nuestra seguridad definitiva en Dios y contemplamos todas las otras realidades desde esta perspectiva? En efecto, todo está tambaleándose en estos tiempos. Incluso la Iglesia –la roca firme y la gran seguridad que siempre habíamos tenido los católicos– parece estar debilitada y no suficientemente protegida frente al oleaje de este mundo que la ataca.
Es evidente que a nosotros, los hombres, nos resulta difícil pensar en el fin. Gustosamente nos acomodamos en este mundo y lo convertimos en nuestra morada permanente. Esta actitud es humanamente comprensible; pero, desde la perspectiva espiritual, es muy imprudente, porque así perdemos la fuerza y concentración de nuestra alma, y difícilmente sabremos percibir los signos de los tiempos, que nos señalan con insistencia lo que al fin y al cabo cuenta, y, más exactamente aún, nos recuerdan el fin hacia el cual todos nos dirigimos.
¿Cómo sería si viviéramos esperando conscientemente el Retorno del Señor? ¿No cambiaría todo nuestro enfoque? ¿No pensaríamos entonces más frecuentemente en el Fin del mundo, en el Juicio Final o en nuestra propia muerte? ¿No nos ayudaría esto a estar en vela y a ser sensatos (cf. Sal 90,12)?
Aunque desconozcamos la hora de la Parusía de Nuestro Señor, sí que conocemos lo que Él nos dice sobre el final, que concluye con toda claridad en esta afirmación: “El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán.”
Entonces, aunque fuese sólo con el fin de mantenernos vigilantes, sería necesario que las así llamadas “postrimerías” no desaparezcan de la memoria de los fieles, para no dormirnos espiritualmente y estar conscientes de la seriedad de nuestras decisiones de vida.
Pero no es esa la única razón para pensar en las postrimerías; sino que, además, si dejamos de hacerlo, no estamos viviendo en la realidad de Dios. Entonces, el Día del Retorno del Señor llegará como el “ladrón en la noche” y no estaremos preparados (cf. 2Pe 3,10). Entonces podría ser demasiado tarde, como nos da a entender la parábola de las vírgenes necias (cf. Mt 25,1-13). ¡Cuánto quisiéramos entonces hacer aún esto o aquello! Pero podría ser demasiado tarde…
Dios Padre, en su Sabiduría, no nos ha revelado el momento preciso del Retorno del Señor, quizá también para que estemos siempre aguardándolo y no pospongamos nuestra conversión hasta el último día. De hecho, la conversión no sólo se trata de salvarnos de la condenación eterna; sino que es resucitar de entre los muertos, vivir en plenitud y descubrir el sentido más profundo de la existencia. Es un verdadero despertar de la confusión y del letargo de una vida meramente orientada a lo terrenal. Y si seguimos despertando cada vez más, cobrando consciencia de la dimensión escatológica, nuestra vida adquirirá aquella vigilancia que nos lleva a esperar al Señor como una novia a su esposo, y a trabajar perseverantemente en su viña.