Am 2,6-10.13-16
Así habla el Señor: Por tres crímenes de Israel, y por cuatro, no revocaré mi sentencia. Porque ellos venden al justo por dinero y al pobre por un par de sandalias; pisotean sobre el polvo de la tierra la cabeza de los débiles y desvían el camino de los humildes; el hijo y el padre tienen relaciones con la misma joven, profanando así mi santo Nombre; se tienden sobre ropas tomadas en prenda, al lado de cualquier altar, y beben en la Casa de su Dios el vino confiscado injustamente…
¡Y pensar que yo destruí ante ellos al amorreo, cuya altura era igual a la de los cedros y que era fuerte como las encinas: arranqué su fruto por arriba y sus raíces por debajo! Y a vosotross, os hice subir del país de Egipto y os conduje cuarenta años por el desierto, para que tomarais en posesión el país del amorreo. Por eso, yo los voy a aplastar, como aplasta un carro cargado de gavillas. El hombre veloz no tendrá escapatoria, el fuerte no podrá valerse de su fuerza ni el valiente salvará su vida; el arquero no resistirá, el de piernas ágiles no escapará, el jinete no salvará su vida, y el más valeroso entre los valientes huirá desnudo aquel día -oráculo del Señor-.
Hoy la lectura nos presenta las graves transgresiones cometidas por el pueblo de Israel. Una de ellas, que Dios reprueba una y otra vez, es la explotación de los pobres, que representa una profunda injusticia. Es precisamente el Señor quien nos enseña a no despreciar a los pequeños, y a darles aquello que les corresponde. Aunque en nuestro tiempo ya no se practique el tráfico de esclavos en la forma como se lo hacía en otras épocas, sí que existen muchas formas sutiles de explotación. Si bien es un error idealizar a los pobres y convertir a la pobreza en una ideología, es verdad que precisamente los necesitados nos han sido encomendados de manera particular. Los pobres nos recuerdan que, en su necesidad, están bajo la especial protección de Dios y que Él los confía a nuestro cuidado. Hacer injusticia a un pobre es aún más grave que hacer injusticia a un hombre fuerte, porque en el primer caso viene a añadirse el hecho de que él es más necesitado e indefenso. Recordemos el reproche de Jesús a los fariseos por devorar la hacienda de las viudas (cf. Lc 20,47). ¡Una acusación del Señor de gran peso!
La siguiente transgresión por la que Dios reprende a Israel se refiere a los actos impuros, que profanan el nombre del Señor. Hoy en día, frecuentemente ya no estamos bien conscientes de que la lujuria es una ofensa a Dios. Solemos categorizar estos pecados como parte de la debilidad humana, lo cual en algunos casos tampoco es falso. Sin embargo, a nivel objetivo los actos de lujuria son siempre una grave falta; un pecado que desfigura la hermosura y la dignidad del don de la sexualidad.
Quizá nos hemos acostumbrado demasiado a la ‘sexualización’ que se vive en nuestro mundo, de manera que ya no nos escandalizamos por la forma impura de vestir de tantas mujeres, que ni siquiera tienen escrúpulos al entrar así en un lugar santo. Son pocas personas las que todavía consideran que esto es una ofensa a Dios, porque se ha perdido la sensibilidad por lo sagrado, y la castidad parece haber sido arrasada por una corriente de impureza.
También pesa gravemente la profanación de los altares y el abuso de las ofrendas para los propios intereses, que en el peor de los casos, como describe la lectura, terminan en borracheras. A nosotros, como católicos, nos dolería escuchar que, por ejemplo, nuestras ofrendas hayan sido empleadas para otros fines. Lo que en una política corrupta está a la orden de cada día y constituye también un terrible abuso, resulta aún más grave cuando sucede en el ámbito religioso, que debería estar directamente enfocado en Dios. Así como nos duelen especialmente los actos impuros que ocurren en el campo de la Iglesia, sucede lo mismo con las otras formas de abuso en el “recinto sacro”.
Sería fatal si cayéramos en la ilusión de que los pecados de hoy en día, similares a los mencionados en la lectura de hoy, son menos graves que los de la época del profeta Amós.
¡Jesús incluso afirma que la justicia de sus discípulos debe ser mayor a la de los fariseos (cf. Mt 5,20)! Esto quiere decir que, a partir de la gracia que nos fue dada en Cristo, poseemos un conocimiento más grande de la Voluntad de Dios. Pero esto implica también una mayor responsabilidad, y estamos llamados a cuidar aún más de que no suceda ninguna injusticia, de que los necesitados reciban ayuda, de que no se deforme y ‘cosifique’ la belleza del don de la sexualidad y de que no se abuse de aquellos fondos que deberían ser empleados únicamente en el sentido de Dios.
Aunque el Señor, en su amor, sea tan paciente con nosotros, tales actos siguen siendo muy graves y deben ser reparados.
Tal vez uno que otro que se esfuerza por llevar una vida de fe ante Dios, se sienta movido por esta lectura a reparar también en representación por otros. En vista de los muchos pecados que se cometen en este mundo, ciertamente sería una obra muy importante.