«Este poder os lo ofrezco a todos vosotros, para que os sirváis de él en el tiempo y en la eternidad» (Mensaje de Dios Padre a Sor Eugenia Ravasio).
La seducción con la que el hombre fue tentado en el Paraíso estaba ligada a la mentira de que sería como Dios. Como se puede observar una y otra vez, el diablo presentó aquí sus engaños en forma de verdades a medias o aparentes verdades. Tentó al hombre en el punto que lo había llevado a él mismo a la condenación: querer ser como Dios. Pero su pretensión no era alcanzar el amor de Dios, sino su omnipotencia, sin aspirar a su bondad.
El padre carmelita Gabriel de Santa María Magdalena escribe en su meditación sobre la unificación con Dios: «Dios comunica al alma (que se encuentra en estado de gracia) su ser sobrenatural, a tal punto que parece más ser Dios que alma». Esa es la experiencia que describen frecuentemente los místicos, sin por ello eliminar la diferencia ontológica: Dios siempre será Dios y el hombre, hombre.
Pero, desde este trasfondo, podemos comprender el tesoro de la omnipotencia que nuestro Padre nos ofrece en la frase de hoy. Él quiere hacernos partícipes de su poder, que es un poder del amor. Éste se comunica al alma que corresponde al amor de Dios y permanece en él. Es la gracia que recibe el alma y, cuanto más crece en el amor, más puede adoptar el ser de Dios y actuar en su omnipotencia. Se trata, pues, de una participación en su poder, no de una posesión nuestra.
El amor de nuestro Padre llega hasta el punto de compartir con sus hijos la plena riqueza de su gloria, para que su Reino se edifique en nosotros y, a través nuestro, allí donde el Señor nos haya colocado en este mundo. En virtud de la gracia, realmente podemos asemejarnos a Dios, de modo que Él pueda manifestarse a los hombres a través de nosotros. ¡Qué dicha!
