Rom 2,1-11
Tú que juzgas, quienquiera que seas, no tienes excusa, pues, al juzgar a otros te condenas a ti mismo, ya que haces lo mismo que aquellos a quienes juzgas. Pero sabemos que Dios juzga conforme a la verdad a los que hacen semejantes cosas. Y si tú, que juzgas a los que cometen tales cosas, haces lo mismo que ellos, ¿piensas que vas a escapar al juicio de Dios? ¿O desprecias tal vez sus tesoros de bondad, paciencia y tolerancia, sin reconocer que esa bondad de Dios te impulsa a la conversión?
Por tu cerrazón de mente y tu carácter impenitente vas atesorando contra ti ira para el día de la ira, cuando se revele el justo juicio de Dios, quien dará a cada cual según sus obras. Los que, perseverando en el bien, busquen gloria, honor e inmortalidad recibirán vida eterna; mas a los rebeldes, indóciles a la verdad y dóciles a la injusticia les aguarda la ira y la cólera. Sufrirá tribulación y angustia cualquier persona que obre el mal: primero el judío, pero también el griego; en cambio, disfrutará de gloria, honor y paz todo el que obre el bien: primero el judío, pero también el griego. Porque Dios es imparcial.
Hay personas que interpretan este pasaje como si aquí San Pablo estaría diciéndonos que nunca podemos emitir un juicio sobre lo que una persona haga. Pero no es a esto a lo que se refiere… Por supuesto que debemos juzgar las acciones, discerniendo si éstas corresponden objetivamente a la Voluntad revelada de Dios, o no. Esto podemos y debemos hacerlo, tanto con nuestros propios actos como con los de las otras personas. Si no lo hiciéramos, nos desorientaríamos por completo y podríamos llegar hasta el punto de llamar bien al mal y mal al bien (cf. Is 5,20), tal como de hecho sucede hoy en día.
Pero es algo distinto condenar a una persona; es decir, juzgarla. Aquí es donde se aplica lo que nos dice San Pablo en este texto. En primera instancia, debemos considerar que nosotros mismos no estamos exentos de hacer cosas contrarias a la Voluntad de Dios y que, lamentablemente, en el pasado las hemos cometido ya. Por tanto, haríamos bien en recordar cómo el Señor nos ha tratado en Su amor.
Es fundamental pensar en la bondad de Dios, que llama al hombre a la conversión. Él no quiere dejar a la persona en la perdición del pecado; sino que hace todo por apartarla de los caminos del mal y del error, de modo que ella viva en la luz de la verdad.
Dejemos en manos de Dios el juicio de los hombres, y, por nuestra parte, oremos por cada persona que vive en el pecado, para que escuche el llamado a la conversión de parte de Dios y pueda experimentar en Cristo el perdón de sus pecados. También es importante orar por aquellos que viven en la gracia de Dios, para que permanezcan en ella y no se aparten del camino de la salvación.
En la Carta a los Romanos, el Apóstol Pablo habla sin ambages. Todo el que se cierra a la amonestadora y suave voz del Señor, que lo llama a la conversión, está atesorando “ira” contra sí mismo; es decir, que tendrá que cargar las consecuencias de una vida tal: “A los rebeldes, indóciles a la verdad y dóciles a la injusticia les aguarda la ira y la cólera. Sufrirá tribulación y angustia cualquier persona que obre el mal.”
En un mundo marcado por el relativismo –que incluso debilita considerablemente a la Iglesia–, es necesario, por el bien de las personas, llamar a las cosas por su nombre y no dar lugar a “zonas grises”. De ninguna manera debe hacérselo con dureza y de forma hiriente. Pero tampoco pueden pasarse por alto las actitudes y tendencias erróneas.
Con la misma claridad con que San Pablo señala las consecuencias del pecado y de la injusticia, nos dice también lo que nos espera si nos abrimos a la gracia de Dios y cooperamos con ella:
“Dios (…) dará a cada cual según sus obras. Los que, perseverando en el bien, busquen gloria, honor e inmortalidad recibirán vida eterna (…). Disfrutará de gloria, honor y paz todo el que obre el bien.”
Así, día a día, a pesar de nuestra debilidad, podemos atesorar tesoros para el cielo (cf. Mt 6,20). Son tesoros gloriosos e imperecederos, que podemos desde ya esperar anhelantes. Al mismo tiempo, vivir así nos llena de alegría ya aquí, en el tiempo de nuestra vida terrena. Por una parte, es la alegría de nuestro Padre Celestial mismo, al ver que nos esforzamos por vivir dando frutos en su viña. Por otra parte, es nuestra alegría de poder vivir en unión con Dios.
Pero a esto viene a añadirse un aspecto más… Cada acto de amor realizado en unión con Dios, difunde Su luz en este mundo y ahuyenta las tinieblas. Algo similar sucede también a la inversa: con cada pecado que se comete, mientras uno no se arrepienta ni reciba el perdón, se extiende la oscuridad y los demonios pueden aumentar su pernicioso actuar.
Entonces, no se trata solamente de nuestra salvación personal y de acumular tesoros para nuestra vida eterna, sino de interceder ante Dios por las otras personas, especialmente por aquellas que viven en la oscuridad del pecado. Cada esfuerzo que hagamos por alcanzar la santidad, beneficia a todas las personas, y el Señor también lo utilizará en ese sentido.
Precisamente en estos tiempos, cuando las tinieblas se difunden tanto en el mundo como en la Iglesia a causa de una tremenda influencia anticristiana, es sumamente importante que nosotros, los fieles, estemos vigilantes y aumentemos nuestros esfuerzos por defender y testificar con valentía la auténtica fe de la Iglesia. Con la luz que emana de una vida en Cristo, hemos de contrarrestar los engaños de Lucifer, que se intensifican cada vez más. Podemos pedirle al Señor que acorte este tiempo de tribulación, y luchar por la conversión de muchas personas.
Así, nuestro tesoro en el cielo será aún mayor. ¡Qué inmensa dicha y gratitud nos llenará un día, cuando veamos que también el Señor valoró nuestro servicio de ahuyentar las tinieblas y salvar almas!
Y, por favor, no nos olvidemos de orar diariamente por los difuntos. Ellos esperan nuestra oración, y este amoroso servicio que les prestemos también acrecentará nuestro tesoro en el cielo y beneficiará al Reino de Dios.
NOTA: A propósitos de los “engaños de Lucifer” mencionados en esta meditación, queremos poner a su disposición en forma de audio un tema importante desarrollado por el Hno. Elías, con el título “El gran engaño”: http://es.elijamission.net/conferencias/