LOS DONES DEL ESPÍRITU SANTO (III): El don de fortaleza

“Cuando uno fuerte y bien armado custodia su palacio, sus bienes están en seguro” (Lc 11,21)

El don de fortaleza se encarga de robustecer al alma para que sea cada vez más valiente en el servicio del Señor. Nos da la fuerza para seguir las mociones e impulsos del Espíritu Santo, para aceptarlo todo y querer todo lo que Dios quiere.

La virtud de la fortaleza sola llega a sus límites cuando se enfrenta a las exigencias más altas de la vida espiritual. Puede suceder, por ejemplo, que queremos entregarnos del todo a Dios, pero aún sentimos miedo de desprendernos por completo y abandonarnos enteramente en Él. Aunque reconocemos lo que Dios quiere de nosotros, y en principio nosotros mismos también lo queremos, somos demasiado débiles para concretizarlo. Entonces, Dios interviene directamente con el espíritu de fortaleza, ayudándonos así a dar los pasos decisivos. De esta manera, el alma fortalecida queda dispuesta a cumplir la Voluntad del Padre, aunque sea a precio de grandes sacrificios.

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LOS DONES DEL ESPÍRITU SANTO (II): El don de piedad

“El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios” (Rom 8,16)

El don de piedad nos lleva a adherirnos a Dios con amor filial, no queriendo ofenderlo de ninguna manera.

El espíritu de piedad toca y vivifica nuestra vida espiritual con un nuevo brillo, suave y delicado. Bajo su influjo, la relación con Dios y con el prójimo alcanzará otro nivel de amor. La piedad quiere conquistar el corazón de Dios, a quien reconoce como amantísimo Padre.

Por tanto, no se contenta con evitar todo lo que podría afectar aun en lo más mínimo la relación con Él (lo cual es efecto del don de temor); sino que va más allá, queriendo complacer al Señor en todas las cosas. El hombre movido por el espíritu de piedad busca vivir como verdadero hijo de Dios. De esta manera, aún las obligaciones más duras y pesadas pueden tornarse fáciles y dulces. En este contexto, vale recordar una frase de la venerable Anne de Guigné (que murió en olor de santidad con apenas 11 años de vida): “Nada es difícil si se ama a Dios”.

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LOS DONES DEL ESPÍRITU SANTO (I): El don de temor de Dios

En la Fiesta de Pentecostés, celebramos el descenso del Espíritu Santo.

¡Qué extraordinario cambio vemos en los apóstoles! Ellos, que eran pusilánimes y temerosos, se convierten, gracias a la presencia del Espíritu Santo, en potentes mensajeros del amor de Dios; y proclaman intrépidamente el Evangelio. El gran milagro de que cada uno de los oyentes –procedentes de los más diversos rincones del mundo– podía entender el mensaje de los apóstoles en su propia lengua (cf. Ap 1,8), era un signo para el futuro. Fue como si por un momento se hubiese abolido la confusión de lenguas, para que, al anunciar los apóstoles las maravillas de Dios, todos los hombres pudiesen escucharlas.

Vemos, pues, que el Espíritu Santo fue enviado por el Padre y el Hijo para la evangelización; para llevar adelante la obra del Señor, iluminando, fortaleciendo y moviendo a la Iglesia, que había recibido del Resucitado el encargo de ir al mundo entero y anunciar la Buena Nueva (Mt 28,19-20). Por tanto, el Espíritu Santo es el gran evangelizador.

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“MI AMIGO DIVINO” (Parte III)

Lo que aún tengo por deciros es que mi Amigo “manda su luz desde el cielo” y rasga la oscura noche. Eso fue también lo que hizo por mí. Su luz radiante iluminó mi vida y me condujo a Jesús, nuestro Salvador. ¡Nunca podré agradecérselo lo suficiente!

Pero Él no se contenta con iluminarme y guiarme a la salvación a mí, que soy un pobre hombre. Él irradia su luz a este mundo para que todos los hombres reconozcan al Mesías que el Padre Celestial nos envió.

¿Veis cómo es mi Amigo divino?

Es el “Padre amoroso del pobre”, de aquel que lo busca y espera de Dios la salvación; de aquel que no se apoya en sus propias fuerzas, sino que se sabe necesitado de Él. A estos “pobres” los colma de sus dones y quiere iluminar cada corazón con su luz.

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“MI AMIGO DIVINO” (Parte II)

 

Mi Amigo divino no viene a morar en mí sólo cuando ya he ordenado impecablemente mi casa interior. Antes bien, si se lo pido, Él mismo me ayuda en ello. Él no se arredra ante nada; sino que está dispuesto a mostrarme los rincones sucios que yo ni siquiera sería capaz de descubrir, y Él mismo se pone manos a la obra, pero siempre con una amabilidad encantadora y con gran perseverancia. Y es que Él quiere permanecer para siempre en mi alma y prepararla para la eternidad. Allí estará firme para siempre y nunca más podrá descarrilarse.

Esto representa un trabajo intenso para mi Amigo, y no sería posible en absoluto sin nuestro Salvador, que cargó nuestras culpas y las clavó en la Cruz (1Pe 2,24). ¡Qué bueno que Él sea un Amigo divino y que nunca se canse! Espero no ponérselo demasiado difícil. ¡Cuánto quisiera escucharle y obedecerle como lo hacen los santos ángeles!

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“MI AMIGO DIVINO” (Parte I)

Quiero hablaros de mi Amigo divino, porque Él es tan bueno conmigo que realmente tengo que compartirlo con vosotros. No es que piense que vosotros no lo conocéis y que es exclusivamente Amigo mío. ¡Por supuesto que no! Pero, si os hablo de Él, tal vez lo conozcáis un poco mejor. En efecto, cuanto más escuchemos hablar de Él y cuanto más tiempo pasemos con Él, mejor lo conoceremos.

Nunca nos cansaremos de estar con Él y siempre será una alegría encontrarnos con Él.

Éste mi amigo divino es muy fuerte, pero también reservado. Él no se impone, pero está siempre presto si tan sólo lo invocamos y le pedimos que venga. Él no titubea.

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DOMINGO DE PENTECOSTÉS: “Pentecostés: el gran suceso”

¡Ahora has descendido, Amado Espíritu Santo! En esta ocasión, llegaste en la tormenta, en una “impetuosa ráfaga de viento” (cf. Hch 2,2); y no en una “suave brisa” como cuando te manifestaste a tu amigo, el Profeta Elías (cf. 1Re 19,11-13). A él te mostraste más escondida y suavemente, así como sueles actuar en las almas de aquellos que te dejan entrar. Pero hoy, en el acontecimiento de Pentecostés, fue distinto… ¡Cuán maravilloso y convincente fue tu actuar! Los apóstoles hablaban y anunciaban en su propia lengua; pero todos los allí presentes los entendían cada cual en su propio idioma.

“Al producirse aquel ruido, la gente se congregó y se llenó de estupor porque cada uno les oía hablar en su propia lengua. Estupefactos y admirados, decían: ‘¿Acaso no son galileos todos estos que están hablando? Pues ¿cómo cada uno de nosotros les oímos en nuestra propia lengua nativa? Aquí estamos partos, medos y elamitas; hay habitantes de Mesopotamia, Judea, Capadocia, el Ponto, Asia, Frigia, Panfilia, Egipto y la parte de Libia fronteriza con Cirene; también están los romanos residentes aquí, tanto judíos como prosélitos, cretenses y árabes. ¿Cómo es posible que les oigamos proclamar en nuestras lenguas las maravillas de Dios?’” (Hch 2,6-11)

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PREPARACIÓN PARA PENTECOSTÉS: “El pueblo de Dios”    

“Reparte tus siete dones, según la fe de tus siervos;
por tu bondad y gracia, dale al esfuerzo su mérito;
salva al que busca salvarse y danos tu gozo eterno.”

Los siervos de Dios, el pueblo de Dios… ¿Quién forma parte de él? Desde el punto de vista de la vocación, todos los hombres pertenecen al pueblo de Dios, pues Él quiere que todos se salven (1Tim 2,4). Por eso envió a su propio Hijo al mundo, para que conduzca a los hombres de regreso a casa, convirtiéndolos en hijos suyos.

Sin embargo, hay una diferencia decisiva entre aquellos que acogen este llamado y viven de acuerdo a él y aquellos que pasan de largo ante la invitación del Señor.

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PREPARACIÓN PARA PENTECOSTÉS: “Ven, divina luz”    

“Entra hasta el fondo del alma, divina luz, y enriquécenos. Mira el vacío del hombre, si tú le faltas por dentro; mira el poder del pecado, cuando no envías tu aliento.

Riega la tierra en sequía, sana el corazón enfermo, lava las manchas, infunde calor de vida en el hielo, doma el espíritu indómito, guía al que tuerce el sendero.”

El Espíritu de Dios penetra profundamente en nuestras almas; es decir, quiere llegar hasta el centro de nuestro ser y morar allí, junto con el Padre y el Hijo que ponen su morada en nosotros, según las palabras de Jesús (cf. Jn 14,23). Una vez establecido en nuestro corazón, el Espíritu de Dios podrá moldearnos a imagen de Dios, siempre y cuando se lo permitamos. Esta es la gran obra del Espíritu Santo, una vez que ha llevado al hombre a la conversión y lo ha traído de regreso a la obediencia de amor hacia Dios.

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PREPARACIÓN PARA PENTECOSTÉS: “Fuente del mayor consuelo”    

“Fuente del mayor consuelo. Ven, dulce huésped del alma, descanso de nuestro esfuerzo, tregua en el duro trabajo, brisa en las horas de fuego, gozo que enjuga las lágrimas y reconforta en los duelos.”

El Espíritu Santo es el consolador que el Señor nos ha otorgado. El Apóstol San Pablo nos dice: “Él nos consuela en todas nuestras tribulaciones, para que nosotros podamos consolar a los que se sienten atribulados, ofreciéndoles el consuelo que nosotros mismos recibimos de Dios” (2Cor 1,4).

Este consuelo que recibimos de Dios y estamos llamados a ofrecer a los atribulados puede extenderse a muchos ámbitos: consuelo en las necesidades materiales, cuando el Espíritu nos mueve a compartir con los demás; consuelo en la aflicción del alma, cuando el Espíritu nos ayuda a asistir a otros en sus dificultades, recordándoles que Dios está con ellos y nunca los abandona; consuelo en medio del sufrimiento de los hombres, para atestiguar que, aun en medio del dolor, Dios está presente.

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