Cuanto pedimos lo recibimos de Dios, porque guardamos sus mandamientos y hacemos lo que le agrada. Y este es su mandamiento: que creamos en su Hijo, Jesucristo, y que nos amemos unos a otros según el mandamiento que nos dio. Quien guarda sus mandamientos mora en Dios y Dios en él; y en esto conocemos que mora en nosotros: en que nos ha dado el Espíritu. Queridos, no os fiéis de cualquier espíritu; antes bien, comprobad si los espíritus son de Dios, pues son muchos los falsos profetas que han venido al mundo.
Jesús nació en Belén de Judea, en tiempo del rey Herodes. Unos magos que venían del Oriente se presentaron en Jerusalén, diciendo: “¿Dónde está el rey de los judíos? Es que vimos su estrella en el Oriente y hemos venido a adorarlo.” El rey Herodes, al oírlo, se sobresaltó, y con él toda Jerusalén. Así que convocó a todos los sumos sacerdotes y escribas del pueblo, y les preguntó dónde había de nacer el Cristo. Ellos le respondieron: “En Belén de Judea, porque así lo dejó escrito el profeta: ‘Y tú, Belén, tierra de Judá, no eres ni mucho menos la última de las poblaciones de Judá, pues de ti saldrá un jefe que pastoreará a mi pueblo Israel’.”
En el principio existía el Verbo, y el Verbo estaba junto a Dios, y el Verbo era Dios.
Él estaba en el principio junto a Dios. Por medio de él se hizo todo, y sin él no se hizo nada de cuanto se ha hecho. En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres. Y la luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla no lo recibió. El Verbo era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre, viniendo al mundo. En el mundo estaba; el mundo se hizo por medio de él, y el mundo no lo conoció. Vino a su casa, y los suyos no lo recibieron. Pero a cuantos lo recibieron, les dio poder de ser hijos de Dios, a los que creen en su nombre. Estos no han nacido de sangre, ni de deseo de carne, ni de deseo de varón, sino que han nacido de Dios. Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria: gloria como del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad.
Hijos míos, que nadie os engañe. Quien obra la justicia es justo, como él es justo. Quien comete el pecado es del Diablo, pues el Diablo peca desde el principio. El Hijo de Dios se manifestó para deshacer las obras del Diablo. Todo el que ha nacido de Dios no comete pecado porque su germen permanece en él; y no puede pecar porque ha nacido de Dios. En esto se reconocen los hijos de Dios y los hijos del Diablo: todo el que no obra la justicia no es de Dios, ni tampoco el que no ama a su hermano.
Si sabéis que él es justo, reconoced que todo el que obra la justicia ha nacido de él. Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos! El mundo no nos conoce porque no le conoció a él. Queridos, ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque lo veremos tal cual es.
¿Quién es el mentiroso, sino el que niega que Jesús es el Cristo? Ése es precisamente el Anticristo, el que niega al Padre y al Hijo. Todo el que niega al Hijo, no posee al Padre; pero todo el que confiesa al Hijo, posee también al Padre. En cuanto a vosotros, deseo que sigáis conservando lo que oísteis desde el principio. Si permanece en vosotros lo que oísteis desde el principio, también vosotros permaneceréis en el Hijo y en el Padre. Pues ésta es la promesa que él mismo os hizo: la vida eterna.
Con esta meditación, cerramos esta serie de reflexiones que hemos preparado para los días de la Navidad. A partir de mañana retomaremos nuestras acostumbradas meditaciones sobre los textos bíblicos del día. Con la gracia de Dios, espero poder continuar con esta labor durante este año que empieza. Las meditaciones estarán acompañadas por los cantos del Coro Harpa Dei, aunque no en la misma intensidad que en estos días de la Octava de Navidad.
En nuestras representaciones, el pesebre de Belén no sólo brilla con el resplandor del Niño Jesús, con la presencia de María y José, con los pastores que se apresuran a llegar, con los Reyes magos que vienen desde el Oriente para ofrecerle sus dones y para adorarlo… Desde hace mucho tiempo, se ha hecho tradición incluir en el pesebre a la Creación no racional. El buey y el asno son silenciosos testigos de la Natividad del Señor. Y la presencia de estos animales se hace significativa.
“Ya conocéis la generosidad de nuestro Señor Jesucristo, el cual, siendo rico, se hizo pobre por vosotros, para enriqueceros con su pobreza”. (2Cor 8,9)
“Una pobreza que nos enriquece”–así podríamos describir el suceso de la Natividad. A Dios no le asusta hacerse pequeño para los hombres; no teme colocarse por debajo de los ángeles, para enaltecer a los hombres. Un pequeño niño en un pesebre, sin rastro de lujo; una gruta como casa natal; unos sencillos pastores como huéspedes… ¡Todo esto revela una pobreza que está llena de dignidad, por ser voluntaria! Dios quiso venir al mundo en esta pobreza, para mostrarnos la verdadera riqueza, que es Su amor.
Al nacer en una familia humana, Dios fortaleció el núcleo de la sociedad, y nos dejó su ejemplo para que lo imitemos. A través de su Encarnación, Dios quiso penetrar todos los campos de la vida humana, y aquí la familia ocupa un lugar privilegiado.