En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “Está escrito que el Cristo debía padecer y resucitar de entre los muertos al tercer día y que se predicaría en su nombre la conversión para perdón de los pecados a todas las naciones, empezando desde Jerusalén. Vosotros sois testigos de estas cosas. Ahora voy a enviar sobre vosotros la Promesa de mi Padre.
Amado Espíritu Santo, uno de tus frutos más maravillosos es el de la paz. Es una paz que el mundo no puede dar (cf. Jn 14,27), pero tampoco puede arrebatar. Se trata, entonces, de una paz distinta a la que usualmente conocemos; una paz que permanece.
Espíritu Santo, de Ti se dice que eres un espíritu amable y amante de los hombres, y uno de los frutos que Tú haces crecer en las almas es precisamente la amabilidad.
Amado Espíritu Santo, uno de los más bellos frutos que Tú haces crecer en nosotros es la alegría. Es aquella alegría que, al igual que el amor, hace que todo sea más fácil y vence el peso que tantas veces trae consigo la vida; una alegría que es contagiosa, y le regala un rayo de luz y algo de consuelo a la otra persona, siempre y cuando ella no esté cerrada.
Amado Espíritu Santo, al principio Tú aleteabas sobre las aguas y transformaste el caos en orden (cf. Gen 1,2). Tú también quieres traer orden al caos provocado por el pecado: orden en nuestra vida interior y exterior. Fue tanto lo que se alborotó con el pecado original y los consiguientes pecados personales, a tal punto que Tu amigo Pablo gemía al advertir esta ley en sus miembros que luchaba contra la ley de su espíritu, y que lo esclavizaba bajo la ley del pecado (cf. Rom 7,23). Junto con él, también nosotros gemimos, diciendo: “¿Quién me librará de este cuerpo de muerte…?” (v. 24)
Amado Espíritu Santo, dulce huésped de las almas, infunde en nosotros el espíritu de mansedumbre; aquel espíritu que todo lo penetra, que transforma el corazón y lo hace dócil, que lo purifica de toda dureza, que es tan suave y dulce como lo es Tu Amada Esposa, nuestra Madre María.
Amado Espíritu Santo, Tú que eres la luz eterna y pura, ven y penetra en nosotros, para que nada quede escondido ante Ti; para que no pueda subsistir ninguna sombra en nuestra alma; para que la oscuridad retroceda y todo quede inflamado en Tu amor. Despiértanos de toda letargia y purifica nuestro corazón, para que pueda yo amar como Dios ama, como Tú amas; para que Tú y yo estemos unidos hasta lo más íntimo en la alabanza de la gloria de Dios.leer más
¡Oh Espíritu Santo, Tú, beso del Padre y del Hijo, Tú, dulcísimo y profundísimo beso! (San Bernardo de Claraval) Queremos conocerte mejor y aprender a amarte. Desciende, por eso, sobre nuestra alma, “como el sol que, de no encontrar obstáculos e impedimentos, ilumina todas las cosas; como una saeta encendida, que no se detiene por el camino, sino que llega hasta las últimas profundidades que encuentra abiertas, y allí descansa. Tú no te detienes en los corazones soberbios y en las inteligencias altaneras, sino que pones tu morada en las almas humildes” (Santa María Magdalena de Pazzis). Ilumínanos en estos días, cuando nos preparamos para la Fiesta de tu descenso, Tú que eres nuestro consuelo y maestro, el Esposo de nuestra alma, nuestro santificador…
Pablo llegó también a Derbe y Listra. Había allí un discípulo llamado Timoteo, hijo de una mujer judía creyente, pero de padre griego. Los hermanos de Listra e Iconio hablaban muy bien de él. Pablo quiso llevárselo consigo, pero antes le circuncidó para evitar altercados con los judíos que había por aquellos lugares, pues todos sabían que su padre era griego.
Entonces decidieron los apóstoles y presbíteros, de acuerdo con toda la iglesia, elegir de entre ellos algunos hombres y enviarlos a Antioquía con Pablo y Bernabé. Enviaron en concreto a Judas, llamado Barsabás, y a Silas, que eran dirigentes entre los hermanos.