Acercándonos ya al final del tema que hemos estado desarrollando durante los últimos días, estoy consciente de que habría muchos otros aspectos que tratar, con respecto a lo que Dios nos ofrece para la sanación y fortalecimiento de nuestra alma.
Como vemos, son diversas las posibilidades que Dios nos ofrece en el camino de seguimiento de Cristo para la sanación de nuestra alma. El camino de santificación al que estamos llamados, quiere conducirnos a la comunión total con Dios, que llegará a su plenitud en la eternidad. Entonces, cuando nuestra alma herida esté totalmente sanada y transformada, ya no habrá nada que nos separe de Dios. Estaremos totalmente unificados con Él en el amor, y viviremos en la visión beatífica de Dios; es decir, que lo veremos tal cual es. Todo esto lo haremos en comunión con los santos ángeles y todas aquellas personas que han sido acogidas en la gloria del cielo. Entonces, el hombre habrá llegado a su destinación eterna…
Gracias a la fe, a la Palabra de Dios, al perdón de los pecados y al poder sanador de los sacramentos, el hombre es sacado de su perdición, para ser conducido más y más a la cercanía de Dios. Su presencia sanadora y fortificante en el alma hace que en ella se despliegue la nueva vida de Dios. Esta vida nueva, que restituye en el hombre la imagen de Dios, necesita alimento a diario, para que pueda crecer y madurar. Este alimento nos lo proporciona el Señor a través de las diferentes maneras que habíamos meditado en los últimos días, y de forma eminente lo hace por medio de una vida de oración.
La fe restituye nuestra verdadera relación con Dios; y la Palabra de Dios la nutre, concediéndonos cada vez más profundamente la luz de la verdad y levantándonos. En el perdón de los pecados, Dios abre las puertas de su corazón de par en par para nosotros, y podemos experimentar su indecible misericordia. En el encuentro con el amor de Dios, que se nos da en el sacramento del Bautismo y de la Penitencia, el alma va sanando de las consecuencias de haberse alejado de Dios. Ya no vive sumida en tinieblas, y, a pesar de todos los combates que aún tiene que afrontar, ha hallado el camino para hacerse receptiva a la gracia de Dios y acoger así Su sanadora bondad. Es una vida realmente distinta la que ha empezado; una vida que le devuelve al hombre su originaria hermosura y dignidad.
Gracias al regalo de la fe, vuelve a despertar en el hombre su destinación eterna. La Palabra de Dios lo alimenta día a día, ilumina su entendimiento y ahuyenta las tinieblas de la ignorancia y del error. Pero para que esto llegue a ser eficaz en lo más profundo, sus culpas deben haber sido perdonadas, pues ellas son un peso en la vida de la persona y oscurecen su relación con Dios.
Ayer habíamos empezado a ver el proceso de sanación que tiene inicio cuando se acoge la fe, abarcando a la persona en su totalidad. Gracias a la fe, que es nuestra respuesta al amor de Dios que tanto nos ha buscado, se activa la vocación trascendente de nuestra vida. Se reestablece una consciente relación con Dios y la vida divina puede comunicársenos.
Hoy saldremos del marco acostumbrado de nuestras meditaciones bíblicas, para dedicarle algunos días a un tema sobre el cual he dado dos conferencias últimamente: Se trata de la sanación interior. El tema de la sanación me parece particularmente importante en estos tiempos, porque muchas personas la buscan y a menudo recurren a métodos que son cuestionables y dudosos.
Lectura correspondiente a la memoria de Santa Hildegarda de Bingen
La sabiduría se propaga decidida de uno al otro confín y gobierna todo con acierto. Yo la amé y la pretendí desde mi juventud; me empeñé en hacerla mi esposa, enamorado de su belleza. Su intimidad con Dios ennoblece su linaje, pues el dueño de todo la ama. Está iniciada en el conocimiento de Dios y es la que elige sus obras. Si la riqueza es un bien apetecible en la vida, ¿qué cosa más rica que la sabiduría, que todo lo hace? Si la inteligencia trabaja, ¿quién sino la sabiduría es el artífice de cuanto existe?
Lectura correspondiente a la memoria de San Cornelio y Cipriano
Jesús levantó los ojos al cielo, y oró diciendo: “Padre santo, cuida en tu Nombre a aquellos que me diste, para que sean uno, como nosotros. Mientras estaba con ellos, cuidaba en tu Nombre a los que me diste; yo los protegía y no se perdió ninguno de ellos, excepto el que debía perderse, para que se cumpliera la Escritura. Pero ahora voy a ti, y digo esto estando en el mundo, para que mi gozo sea el de ellos y su gozo sea perfecto.
En aquellos días, el Señor dijo a Moisés: “¡Anda, baja de la montaña, porque se ha pervertido tu pueblo, el que sacaste del país de Egipto. Bien pronto se han apartado del camino que yo les había prescrito. Se han hecho un becerro fundido y se han postrado ante él; le han ofrecido sacrificios y han dicho: ‘Éste es tu Dios, Israel, el que te ha sacado del país de Egipto.’”