“Ven, padre amoroso del pobre; don, en tus dones espléndido; luz que penetra las almas.”
En el término ‘pobres’ estamos incluidos todos nosotros, especialmente aquellos que están conscientes de su propia pobreza.
En nuestra vida espiritual, aprendemos que siempre estamos necesitados. Es precisamente el Espíritu Santo quien nos enseña cuán grande es el amor de Dios y cuán lejos aún estamos de él.
Sin embargo, esta constatación no se convierte en motivo para sumirnos en tristeza o incluso caer en desesperación. Antes bien, es razón para apoyarnos aún más en el amor de Dios, confiando en que Él se apiadará de nuestra pobreza. Entonces será Dios quien nos haga ricos, pues Él mismo es nuestra riqueza.
Por eso invocamos al Espíritu Santo sobre todos los hombres y también sobre nuestra propia pobreza, para que Él nos haga ricos; ricos de todo lo que viene de Él. De esta manera, nuestra pobreza se convierte en riqueza.
No podemos llegar a la santidad sin la ayuda del Espíritu Santo. En el bautismo, cada alma recibe la gracia santificante, las virtudes infusas y los dones del Espíritu Santo.
Las virtudes infusas son los hábitos sobrenaturales que nos hacen capaces de realizar obras meritorias y de actuar virtuosamente desde un punto de vista sobrenatural. Los dones del Espíritu Santo, en cambio, nos hacen capaces de percibir y acoger las mociones del Espíritu, siguiendo así constantemente sus impulsos.
La encíclica “Divinum Illud Munus” nos enseña lo siguiente:
“Y el hombre justo, que ya vive la vida de la divina gracia y opera por congruentes virtudes, como el alma por sus potencias, tiene necesidad de aquellos siete dones que se llaman propios del Espíritu Santo. Gracias a éstos el alma se dispone y se fortalece para seguir más fácil y prontamente las divinas inspiraciones.”
Estas divinas inspiraciones son las mociones e impulsos del Espíritu Santo. Sus dones, que se despliegan en nosotros a lo largo de toda nuestra vida, nos ayudan a escuchar y seguir dichas mociones. Si queremos que los dones del Espíritu Santo crezcan en nosotros, debemos ejercitarnos en el amor, y con cada avance en el amor a Dios, habrá un aumento en los dones.
Para entender mejor cómo actúan los dones del Espíritu Santo en nuestra alma, podemos recurrir al ejemplo de las velas de un barco. El amor libera las velas para el suave soplo del Espíritu Santo. Cuanto más grandes y amplias sean las velas, tanto más fácilmente podremos dejarnos llevar por el soplo del Espíritu divino.
El Espíritu Santo es el amor derramado en nuestros corazones (Rom 5,5); así como también es la luz y la alegría del corazón. Él derrama allí su claridad y purifica nuestro corazón de todo apego desordenado a nosotros mismos y a las cosas de este mundo.
El Espíritu Santo calienta nuestro corazón y, siendo Él el Paráclito, nos trae consuelo.
Del mismo modo que un Padre se complace en agasajar a sus hijos, Dios nos hace sentir su cercanía a través del beso de amor. Este calor nos atrae hacia Dios y nos llena de gratitud por todas las buenas dádivas que Él nos da. Cada corazón puede ser iluminado por Él, siempre y cuando no se cierre, y en su luz podemos ver la luz (Sal 36,10).
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