La virtud de la esperanza

1Jn 2,29.3,1-6

Si sabéis que él es justo, reconoced que quien hace lo que es justo ha nacido de él. Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos! Por eso el mundo no nos conoce, porque no lo reconoció a él. Queridos, ahora somos hijos de Dios, pero aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es. Quien tiene esta esperanza en él se purifica, porque él es puro. Todo el que comete pecado comete una acción malvada, pues el pecado es la maldad. Quien permanece en él, no peca; por eso, el que peca no le ha visto ni conocido. 

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La riqueza y la gloria de nuestra herencia

Ef 1,3-6.15-18 

Bendito sea el Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido en Cristo con toda clase de bendiciones espirituales en los cielos. Él nos eligió en Cristo, antes de la fundación del mundo para que fuésemos santos e intachables ante él por el amor. Él nos ha destinado por medio de Jesucristo, según el beneplácito de su voluntad, a ser sus hijos, para alabanza de la gloria de su gracia, que tan generosamente nos ha concedido en el Amado.

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La Madre de Dios

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Si, al iniciar el año, ponemos nuestra mirada en la Madre del Señor, tal como la Iglesia nos insta a hacerlo, entonces todo se esclarece, a pesar de las nubes oscuras que actualmente se ciernen sobre el mundo.

Todo se esclarece, porque Tú, oh María, fuiste elegida como hija del género humano. Tú no solamente diste a luz al Hijo de Dios; sino que también lo seguiste como discípula. Así, el Señor te incluyó de forma especial en el plan de la salvación. Esto nos da esperanza, porque nuestro Padre, que te confió a su Unigénito, te convirtió también en Madre de la humanidad redimida.

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Tu luz ahuyentará las tinieblas

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Amado Niño, ya casi hemos llegado al final de estas meditaciones de Navidad, y también el año está a punto de culminar.

Amado Señor, ha sido un año tan extraño e incluso absurdo para muchas personas… ¿A quién podrán dirigirse si no a Ti, que incluso en tiempos tan confusos estás presente, y quizá de forma especial cuando ves la necesidad y angustia de las personas?

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Nada podrá separarnos de Tu amor

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Apenas habías llegado al mundo, oh Divino Niño, cuando Tus padres tuvieron que huir contigo a Egipto. Es admirable la obediencia de Tu padre adoptivo, San José, al partir de inmediato en cuanto hubo recibido esta orden en un sueño (Mt 2,13-14).

El esfuerzo, las fatigas y adversidades, el sufrimiento y la muerte caracterizan este mundo como consecuencia del pecado, y estaríamos para siempre perdidos si no fuera porque Tú viniste a nosotros y nos trajiste la luz de la esperanza.

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Luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu Pueblo Israel

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Como judíos fieles a la Ley del Señor, a los ocho días de Tu Nacimiento Tus padres te circuncidaron y te pusieron el nombre de Jesús, el Salvador (Lc 2,21).

Cuando, cuarenta días después, te llevaron al Templo para presentarte al Señor, te encontraste con Simeón, uno de los fieles de Tu Pueblo (Lc 2,22-25). El Espíritu Santo le había revelado que no moriría antes de haberte visto. ¡Y así sucedió! Lleno del Espíritu Santo y tomándote en Sus brazos, pronunció sobre Ti aquellas inolvidables palabras:

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Ángeles y hombres

“Gloria cantan los querubes en los campos de Belén…”

Tú no solamente eres la alegría de Israel y de la humanidad entera; sino también la de los ángeles, nuestros amigos del cielo.

¡Cómo os habréis regocijado, amados ángeles, cuando reconocisteis en la luz de Dios Su inmensa Sabiduría al escoger este camino de salvación!

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