Lc 18,1-8
Jesús les propuso una parábola para inculcarles que era preciso orar siempre sin desfallecer: “Había en un pueblo un juez que ni temía a Dios ni respetaba a los hombres. Había en aquel mismo pueblo una viuda que acudió a él y le dijo: ‘¡Hazme justicia contra mi adversario!’ Durante mucho tiempo no quiso, pero después se dijo a sí mismo: ‘Aunque no temo a Dios ni respeto a los hombres, como esta viuda me causa molestias, le voy a hacer justicia para que deje de importunarme de una vez’.”
Y añadió el Señor: “Ya oís lo que dijo el juez injusto. ¿No hará entonces Dios justicia a sus elegidos, que están clamando a él día y noche? ¿Les hará esperar? Os digo que les hará justicia pronto. Pero, cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará fe sobre la Tierra?”
La última frase de este evangelio es particularmente conmovedora, y el corazón se apesadumbra al tener que dar una respuesta para estos tiempos: “Cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará fe sobre la Tierra?”
¿Qué podríamos responderle al Señor? ¿Acaso no tendríamos que lamentarnos de que a menudo la fe se ha vuelto débil? En no pocos países del mundo que habían recibido el mensaje del Evangelio, la fe se ha desvanecido casi por completo. Incluso tenemos que hablar de una apostasía. Las nuevas generaciones están creciendo sin que les sea transmitido naturalmente el mensaje de la fe. Y no pocas veces este mensaje ya está distorsionado por los errores del modernismo. En muchos países está disminuyendo la importancia que en otros tiempos tenía la Iglesia. Y Ella, que solía ser tanto para sus amigos como para sus enemigos una roca inamovible, parece estar corroída por el espíritu del tiempo y apenas irradia aquella seguridad que anteriormente brindaba a sus fieles. En la crisis del coronavirus, incluso se mostró como un instrumento del Estado y parecía dispuesta a sacrificar la dignidad que le es propia en pro de una falsa armonía con los poderosos de este mundo.
Entonces, ¿dónde podemos aún encontrar a la Esposa fiel de Cristo, que sirve sin reservas a su Señor? Si se la busca, se la descubrirá todavía en los que guardan fidelidad.
Pero no debemos quedarnos en este triste balance. ¡Gracias a Dios, hay excepciones! En todo caso, no debemos pasar por alto el hecho de que el Señor exhorta a todos los hombres a la conversión. Todos han de conocer Su amor y corresponderle. Ésta es la meta, aunque ciertamente podemos alegrarnos de que quede al menos un “remanente santo”, que no se deja absorber por el espíritu del mundo.
Si queremos esperar el Retorno del Señor como las vírgenes prudentes y estar preparados para Su llegada, hemos de tener suficiente aceite en las lámparas (cf. Mt 25,1-13). ¿Qué nos impide implorar con insistencia al Señor –como la viuda de la parábola de hoy– pidiéndole que nos conceda una fe fuerte? Si lo hacemos persistente y suplicantemente, de seguro el Señor responderá con mucha alegría a una petición tal. ¡Él quiere vernos trabajando en su viña!
En el Mensaje a la Madre Eugenia, Dios Padre afirma:
“Si hay algo que deseo, particularmente en este tiempo, es el aumento del fervor en los justos. Esto traería consigo una gran facilidad para la conversión de los pecadores; una conversión sincera y perseverante; el retorno de los hijos pródigos a la Casa del Padre, especialmente de los judíos y de todos los demás que son también Mis criaturas y Mis hijos: los cismáticos, herejes, masones, los pobres infieles e impíos, las diversas sectas y sociedades secretas…”
Esta es una forma de permanecer despiertos en la fe y de ayudar a que el fuego del amor se encienda también en otras personas al hallar la verdadera fe. ¡De seguro sería un consuelo para nuestro amado Señor!