Jesús les propuso una parábola para inculcarles que era preciso orar siempre sin desfallecer: “Había en un pueblo un juez que ni temía a Dios ni respetaba a los hombres. Había en aquel mismo pueblo una viuda que acudió a él y le dijo: ‘¡Hazme justicia contra mi adversario!’ Durante mucho tiempo no quiso, pero después se dijo a sí mismo: ‘Aunque no temo a Dios ni respeto a los hombres, como esta viuda me causa molestias, le voy a hacer justicia para que deje de importunarme de una vez’.”
Y añadió el Señor: “Ya oís lo que dijo el juez injusto. ¿No hará entonces Dios justicia a sus elegidos, que están clamando a él día y noche? ¿Les hará esperar? Os digo que les hará justicia pronto. Pero, cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará fe sobre la Tierra?”
¡Qué exhortación tan fuerte nos trae la parábola de la viuda, que tanto le insistió al juez hasta que él finalmente cedió e hizo lo que ella le pedía! Ésta es una invitación divina a no desfallecer en nuestra oración, y a tocar una y otra vez a la puerta de Dios, aun cuando parezca que las súplicas no están siendo escuchadas. Si es una oración que le agrada al Señor, Él siempre la escuchará.
Pero Su respuesta no necesariamente llegará en el momento en que lo esperamos. No es que sea una demora porque Dios estuviese reacio a cumplir nuestra justa petición –como es el caso del juez en la parábola de hoy–; sino que el Señor conoce perfectamente las circunstancias en las que conviene cumplir lo que le pedimos en nuestra oración. Podemos entenderlo bien si lo comparamos con la manera en que tratamos a los niños. Supongamos que el niño tiene un deseo válido, que uno gustosamente quisiera cumplirle… Sin embargo, resulta que las circunstancias aún no son las indicadas, e incluso es posible que cumplírselo inmediatamente sería perjudicial para él. Así que uno escucha su deseo y lo lleva en el corazón; pero espera hasta que haya llegado el momento propicio para hacerlo realidad.
En el libro del Apocalipsis encontramos un ejemplo claro de una petición válida que Dios no cumple inmediatamente, sin por eso haberla olvidado. Leemos en el sexto capítulo:
“Cuando el Cordero abrió el quinto sello, vi debajo del altar las almas de los degollados a causa de la palabra de Dios y del testimonio que mantuvieron. Se pusieron a gritar con voz potente: ‘¿Hasta cuándo, Dueño santo y veraz, vas a estar sin hacer justicia y sin vengarte de los habitantes de la tierra por haber derramado nuestra sangre?’ Entonces recibió cada uno un vestido blanco, y se les dijo que esperasen todavía un poco, hasta que se completara el número de sus consiervos y hermanos que iban a ser asesinados como ellos.” (v. 9-11)
Al final del evangelio de hoy, el Señor plantea una pregunta que evidentemente le duele, y también a nosotros debería dolernos: “Cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará fe sobre la Tierra?”
Si en estos momentos tuviésemos que responder a este cuestionamiento, lamentablemente tendríamos que constatar que a menudo la fe se ha vuelto débil. En no pocas naciones de la Tierra, que conocen ya el mensaje del evangelio, la fe incluso se ha desvanecido. Llega el tiempo en que nos toca hablar de una apostasía; esto es, decadencia de la fe. Las nuevas generaciones que están creciendo no están siendo naturalmente instruidas en el mensaje de la fe. La importancia de la Iglesia está disminuyendo en muchos países. Ella, que para amigo y enemigo solía ser una roca firme frente al oleaje, parece ahora estar corroída por el “espíritu del tiempo”, y apenas irradia aquella seguridad que antes ofrecía a sus fieles.
Entonces, ¿qué es lo que le responderemos a Nuestro Señor?
Quizá podríamos decirle así: “Mira, Señor: sí existen aún hombres de fe. Para ser sinceros, deberían ser muchos más; deberían ser muchos más los que Te esperan con ansias y trabajan con fervor en Tu viña… ¿Qué podemos hacer? ¡Danos, Señor, una fe muy fuerte, más fuerte que la que ahora tenemos, para que al menos Tus fieles crean de verdad! Siendo así, quizá también otros queden tocados por esta fe.”
En una parte del Mensaje que Dios Padre le confió a Sor Eugenia Ravasio, nos dice lo siguiente:
“Si hay algo que desearía, particularmente en este tiempo (1932), sería el aumento del fervor en los justos. Esto traería consigo una gran facilidad para la conversión de los pecadores; una conversión sincera y perseverante, el retorno de los hijos pródigos a la Casa del Padre, especialmente de los judíos y de todos los demás que son también Mis criaturas y Mis hijos: los cismáticos, herejes, masones, los pobres infieles e impíos, las diversas sectas y sociedades secretas…”
Lo mejor será que pidamos una fe fuerte y que también otros encuentren el camino a Dios.
“Esta oración ciertamente te complacerá, Señor, y no tardarás en cumplir nuestra súplica”.