ORACIÓN EN VEZ DE ESPADA; HUMILDAD EN VEZ DE ADORNOS

«Ármate con la oración, no con la espada; vístete con humildad, no con ropa fina» (Santo Domingo de Guzmán).

Sin duda, el consejo de Santo Domingo sigue siendo válido en la actualidad, aunque en su época probablemente se refería a una espada material y no a la espada del espíritu que nos recomienda san Pablo en la Carta a los Efesios: «Recibid también el yelmo de la salvación y la espada del Espíritu, que es la palabra de Dios» (Ef 6, 17). Esta espada se relaciona directamente con la oración, como deja claro el versículo siguiente: «Mediante oraciones y súplicas, orando en todo tiempo movidos por el Espíritu, vigilando además con toda constancia y súplica por todos los santos» (v. 18).

Por tanto, podemos interpretar la alusión que hace Santo Domingo de Guzmán a la espada como símbolo de cualquier tipo de violencia a la que queremos recurrir para resolver una situación por nuestros propios medios. En lugar de ello, nos aconseja recurrir a la oración, capaz de superar cualquier obstáculo. Además, la oración nos da la certeza de que no somos nosotros quienes tenemos la situación en nuestras manos, sino que depositamos toda nuestra confianza en la guía de nuestro Padre.

El segundo consejo de Santo Domingo también es esencial para nuestra vida espiritual. ¿Qué adorno podría agradar más a nuestro Padre, qué vestido le complacerá? La respuesta no es difícil. San Pablo nos la sugiere en la Carta a Timoteo:

«Que las mujeres se vistan decorosamente, arregladas con modestia y sobriedad, sin trenzar el cabello con oro, sin perlas ni aderezos caros, sino como corresponde a mujeres que manifiestan la piedad por medio de obras buenas» (1Tim 2,9-10).

Esto no solo se aplica a las mujeres, sino que cualquier exhibición física de esplendor es vana, aleja de Dios y atrae la atención hacia uno mismo. El remedio es la humildad. En ella, nuestro Padre se complace con el corazón abierto. La humildad no está atada a la propia persona ni al «qué dirán». No necesita esplendor visible. Es bella en sí misma. Como madre de todas las virtudes, la humildad es entrañablemente amada por Dios, pues le permite colmar a sus hijos, y éstos lo reciben con gratitud.