OJOS ABIERTOS 

“Cuanto contemplo con ojos abiertos lo que Tú, mi Dios, has creado, poseo ya aquí el cielo” (Santa Hildegarda de Bingen).

Necesitamos ojos que ven y oídos que escuchan (Mt 13,16). Una vez que éstos se abren, empezamos a contemplar la gloria de Dios. Descubrimos por doquier el amor del Padre en acción, ya sea para darnos a conocer directamente su amor, ya sea para colmarnos en sobreabundancia con su belleza, ya sea para curar lo enfermo, apartar de nosotros el mal e impulsarnos a hacer todo el bien infinito que el infinitamente Bueno dispuso que hiciéramos.

Los ojos de la fe empiezan a ver lo que está desvelado ante ellos, pero que permanece a oscuras y velado cuando no creemos ni conocemos a aquel Padre lleno de amor de quien todo procede.

La sola contemplación de las obras de la Creación puede suscitar en nosotros asombro e incluso arrobamiento. Cuando este deslumbramiento nos lleva a reconocer la gloria de Aquél que creó todas estas cosas, nuestros ojos se abren cada vez más y la ceguera se desvanece.

¿Puede haber algo más hermoso que descubrir por doquier el amor de Dios? Cuando caminamos por la vida así, con los ojos abiertos, el cielo empieza a brillar en nuestra vida, pues todo en ella exhala el amor de nuestro Padre Celestial, que en el cielo podremos acoger a plenitud y sin restricciones con toda la apertura de nuestro ser.

Mientras estamos en camino hacia allí, podemos ya vislumbrar el cielo. Cada vez que nos encontramos con nuestro Padre, Él abre más y más nuestros ojos para que empecemos a ver de verdad y para que ya aquí, en la Tierra, experimentemos su presencia como una realidad que nos llena de gozo. Entonces poseeremos ya aquí el cielo, como dice Santa Hildegarda de Bingen.