“Estad convencidos: antes perecerán el cielo y la tierra a que el Señor os pierda de vista, si permanecéis obedientes o al menos estáis decididos a serlo” (San Francisco de Sales).
La invitación de nuestro Padre Celestial a la obediencia constituye una gran alegría espiritual, aun si nuestra naturaleza humana a veces se rebela y se resiste a obedecer por seguir estando apegada a sus propias ideas de felicidad y realización.
Una vez que nos hemos desprendido al menos en cierta medida de este apego, la obediencia resplandecerá como una luz brillante y entenderemos que se trata de alcanzar la unidad con nuestro amoroso Padre, quien nunca nos pierde de vista y sabrá recompensar incluso nuestra disposición a obedecer.
Entonces, ¿qué es la obediencia sino una declaración de amor a Dios? ¿Qué es la obediencia sino un honor que Dios nos concede para cooperar en su Reino? ¿Qué es la obediencia sino la aplicación concreta del amor?
Nos encontramos una y otra vez con la insuperable generosidad de Dios: conforme a la sabiduría de San Francisco de Sales, la sola determinación de hacer la Voluntad de Dios basta para abrir las puertas para que su gracia pueda alcanzarnos. Es como si nuestro Padre nos dijera: “Veo bien cuán difícil te resulta a veces comprenderme y obedecerme como yo quisiera. Pero también veo que lo quieres. Eso me alegra y yo, por mi parte, no te negaré nada de lo que necesites para poder amarme más perfectamente aún.”
Si tenemos un padre así, ¿qué debemos temer? Aunque nuestra voluntad aún sea débil –tal vez incluso muy débil–, aunque tropecemos una y otra vez, invoquemos al Señor y pidámosle que fortalezca nuestra voluntad. Entonces habremos emprendido la dirección correcta.
Nuestro Padre nos lo pone fácil y, sin embargo, debemos poner la parte que nos corresponde para que el amor pueda crecer.