Obediencia a los profetas

1 Re 17,8-16

En aquellos días, el Señor dirigió esta palabra a Elías: “Vete a Sarepta de Sidón y establécete allí, pues yo he ordenado a una viuda de allí que te provea de alimento”. Se preparó y fue a Sarepta. Al llegar a la entrada de la ciudad, vio a una viuda que estaba recogiendo leña. La llamó y le dijo: “Por favor, tráeme un poco de agua en un jarro para beber”. Mientras ella iba a traérselo, la llamó y le dijo: “Tráeme, por favor, un pedazo de pan”. Pero ella respondió: “Por vida del Señor, tu Dios, que no me queda pan cocido. Sólo tengo un puñado de harina en la orza y un poco de aceite en la aceitera. Apenas recoja un manojo de leña, entraré a preparar un pan para mí y para mi hijo; lo comeremos, y luego moriremos”.

Elías le dijo: “No temas. Ve a hacer lo que has dicho, pero antes prepárame con eso una pequeña torta y tráemela; para ti y para tu hijo lo harás después. Porque así dice el Señor, el Dios de Israel: ‘El cántaro de harina no se agotará ni el frasco de aceite se vaciará, hasta el día en que el Señor haga llover sobre la superficie de la tierra’.” Ella se fue e hizo lo que le había dicho Elías, y comieron él, ella y su familia. Por mucho tiempo la orza de harina no se agotó ni se vació el frasco de aceite, conforme a la palabra que había pronunciado el Señor por boca de Elías.

En los tiempos del Antiguo Testamento, los profetas tenían una importancia capital. Dios se hacía presente en ellos y escuchar sus directrices significaba obedecer la Voluntad del Señor. Conocemos las lamentaciones de Jesús de que a menudo Israel no había escuchado a sus profetas (cf. Mt 23,37), que les advertían de su mal actuar, les recordaban los derechos de Dios y señalaban abiertamente las transgresiones del Pueblo. Tales advertencias estaban siempre destinadas a la salvación de las almas, para que no se extraviaran, se alejaran de Dios y cayeran bajo la influencia de los enemigos.

La lectura de hoy nos muestra con un ejemplo conmovedor lo que sucede cuando uno escucha a los profetas. El acto decisivo que trajo la bendición permanente a la casa de la viuda se expresa en esta frase: “Ella se fue e hizo lo que le había dicho Elías.”

La viuda confió en el Profeta Elías en medio de una situación muy difícil. Evidentemente su pobreza era tal que creía tener que morir de hambre junto con su hijo. Humanamente hablando, habría sido comprensible si, por miedo a morir ella y su hijo, se hubiera negado a cumplir la petición de Elías y le hubiera expuesto suplicantemente su desesperada situación. Pero ella no lo hizo, sino que simplemente siguió las indicaciones del profeta. Así pudo cumplirse la promesa del Señor: “La orza de harina no se agotó ni se vació el frasco de aceite, conforme a la palabra que había pronunciado el Señor por boca de Elías.”

Esta historia nos trae a la memoria otro pasaje conocido del Antiguo Testamento. Recordamos al sirio Naamán que, aconsejado por su criada, se puso en camino hacia Israel para buscar al profeta Eliseo y ser curado de su lepra (2Re 5). Cuando llegó a su casa, Eliseo simplemente envió un mensajero a decirle que debía lavarse siete veces en el río Jordán. Naamán estaba indignado, porque se había imaginado que la curación milagrosa acontecería de otra manera. Al principio se negó a seguir las indicaciones del profeta, pero sus servidores le instaron a obedecer su palabra. Entonces Naamán hizo lo que Eliseo había dicho y quedó limpio de su lepra.

También en esta historia lo decisivo fue escuchar al profeta, aunque en el caso de Naamán inicialmente le parecieran absurdas las indicaciones que le había dado para alcanzar la curación. Al fin y al cabo, se trataba de un profeta, que –si es verdadero– actúa y habla por encargo de Dios. Por tanto, al seguir sus consejos, se está obedeciendo al Señor mismo.

En el caso de la viuda de Sarepta, hay otro punto más que debemos reflexionar atentamente. Elías quería que el primer bocado fuese para él: “Ve a hacer lo que has dicho, pero antes prepárame con eso una pequeña torta y tráemela.” Puesto que el profeta representa a Dios, este pedido nos enseña que siempre debemos pensar primero en Dios, porque todo viene de Él.

Este es un mensaje muy importante, en el que las Sagradas Escrituras insisten una y otra vez: “Buscad primero el Reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas se os añadirán” (Mt 6,33). Todo padre espiritual nos aconsejaría también que orientemos todo en nuestra vida hacia Dios. Así sucede, por ejemplo, cuando le dedicamos el primer tiempo del día, antes de entrar en el transcurso natural de la jornada.

¿Por qué es tan importante esto? Hay muchas razones. Nosotros, los hombres, somos olvidadizos, por lo que a menudo se nos pasa por alto dar gracias a Dios. Por ello, tenemos que recordar una y otra vez conscientemente lo que significa: “Primero Dios”.

Pero la razón más profunda es porque así entramos en el orden establecido por Dios: Todo procede de Él. Si en todo lo que hacemos nos dirigimos primero a Él, entonces entramos en este maravilloso orden y participamos conscientemente en él. Esto sucede también cuando, al finalizar el día, volvemos a Dios y le presentamos toda nuestra jornada. De cierto modo, esto es lo que practican los monjes al terminar el día con la oración litúrgica de las Completas.

Así, pues, podemos extraer dos lecciones de la lectura de hoy: 1) Hay que obedecer a los verdaderos profetas; 2) hay que dar a Dios el primer lugar en todo.

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