Lc 12,49-53
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “He venido a arrojar fuego sobre la tierra, ¡y cuánto desearía que ya hubiera prendido! Con un bautismo tengo que ser bautizado, ¡y qué angustiado estoy hasta que se cumpla! ¿Creéis que estoy aquí para poner paz en la tierra? No, os lo aseguro, sino división. Porque desde ahora habrá cinco en una familia y estarán divididos: tres contra dos y dos contra tres. Estarán divididos el padre contra el hijo y el hijo contra el padre; la madre contra la hija y la hija contra la madre; la suegra contra la nuera y la nuera contra la suegra.”
Ésta es una de aquellas palabras del Señor que no son fáciles de “digerir”. Y es que a Jesús lo llamamos el “Príncipe de la paz” y nos gusta poner énfasis en aquellos pasajes bíblicos que reflejan particularmente Su amor. ¡No cabe duda de que es el Señor quien trae la verdadera paz! Al aclarar que se trata de una “verdadera paz”, establecemos la distinción entre la paz que procede de Él y aquella “aparente paz” que el mundo conoce (cf. Jn 14,27). Del mismo modo, es necesario distinguir entre el amor verdadero y el amor falso o imperfecto.
El fuego que el Señor quiere arrojar sobre la tierra es el Espíritu Santo; y su bautismo es la crucifixión que Él padecería por la humanidad, antes de enviar Su Espíritu.
Ahora este fuego está ardiendo ya, testificando constantemente la verdad del evangelio, anunciando la Muerte y Resurrección de Cristo, exhortando a tener presente el Retorno de Cristo al final de los tiempos e impulsando a los evangelizadores a anunciar incansablemente la gracia de la Redención y llamar a los hombres a la conversión.
Pero esto también significa que ha llegado la hora de la decisión para los hombres. El rechazo del evangelio tiene consecuencias de enorme alcance. Si se rechaza la luz del evangelio de forma deliberada, el alma del hombre permanece en la oscuridad, sin ser iluminada. Si la persona todavía no ha escuchado el anuncio del Evangelio, o le fue transmitido de modo deficiente o incluso distorsionado, entonces su alma sigue estando en la ignorancia.
En el encuentro con el Evangelio y con la Persona de Jesús, llega la hora de la gracia y, con ello, también la hora de la verdad. Una verdadera paz sólo es posible en la reconciliación con Dios, acogiendo Su perdón. ¡El verdadero amor sólo puede existir en la verdad!
Ahora bien, esta realidad de Dios entra también en los más estrechos vínculos familiares. Acoger el mensaje de la gracia significa que Dios empieza a ocupar el primer lugar de tu vida, y que esta vida se la dedicas enteramente a Él; que tu forma de pensar se transforma y, por tanto, también los criterios para actuar. Inicia un camino de constante conversión interior, de modo que el Espíritu Santo pueda actuar cada vez más eficazmente. Puesto que el Espíritu de Dios quiere conducirnos hacia la verdad plena (cf. Jn 16,13), lo que abarca tanto la verdad a nivel de la vida personal como la verdad en sí misma, pueden surgir fuertes tensiones aun con personas muy cercanas, que pueden desembocar en hostilidad.
La discordia a la que Jesús se refiere no es producto de una mera diferencia en las opiniones y puntos de vista, ni de simpatías o antipatías; sino que es un enfrentamiento entre la luz y las tinieblas. Éste puede llegar a ser tan fuerte que no solamente se vean afectados los vínculos familiares; sino que estallen por completo.
Pensemos, por ejemplo, en lo que sucede si existen dentro de la familia abismales diferencias en el ámbito moral. Puede que la familia considere el aborto como una posibilidad lícita para la planificación familiar; mientras que la persona que ha conocido a Dios jamás podrá estar de acuerdo con tal práctica. En este caso, la discordia será inevitable e incluso necesaria, pues la verdad lleva al discernimiento y a la decisión.
La verdad es la que separa la luz de las tinieblas y es la que muestra el camino hacia el amor verdadero. Lleva a la división de los espíritus en el interior de las familias, de las comunidades, de las naciones e incluso de la Iglesia, cuando no están unidas en la verdad. Ella es un fuego purificador y una gran luz interior.
Que el Señor conceda que todos los hombres se abran a la verdad y se unan en Dios, y que también las familias comprendan más profundamente su misión y la vivan en Él.