“Recordad las maravillas que él ha hecho, sus prodigios y los juicios de su boca” (1Cro 16,12).
La Sagrada Escritura no se cansa de recordarnos los prodigios de Dios ni de alabar sus sabios preceptos. En efecto, nosotros, los hombres, olvidamos con mucha facilidad lo que nuestro Padre Celestial ha hecho, hace y seguirá haciendo a nuestro favor.
En el evangelio Jesús pregunta: “Cuando venga el Hijo del Hombre, ¿encontrará fe sobre la tierra?” (Lc 18,8) y, en el Mensaje a Sor Eugenia, nuestro Padre se lamenta de que los hombres se olvidan de Él y de su amor. Entre otras cosas, nos dice: “¿Por qué ordené a Moisés que construyera el Tabernáculo y el Arca de la Alianza, si no es porque tenía el ardiente deseo de venir a morar con mis criaturas, los hombres, como un Padre, un hermano y un amigo de confianza? Sin embargo, me olvidaron…”
Se trata de interiorizar profundamente lo que el Padre hace por nosotros, para que se grabe en nuestra alma como recuerdo indeleble. ¡Cuántas veces el Señor nos ha sacado de situaciones difíciles! Sin embargo, cuando se presenta una nueva dificultad, no pocas veces reaccionamos como si no lo tuviéramos presente en lo profundo de nuestro ser. De lo contrario, el recuerdo vivo del actuar de Dios, de su Palabra y de sus preceptos nos haría cobrar consciencia de su amor, y esta certeza nos daría la luz para afrontar la situación dada.
Un excelente remedio contra el olvido es dar gracias por todo lo que recibimos, porque la gratitud nos conecta con el Dador de los dones y profundiza nuestra relación con el Padre. Otra ayuda es meditar frecuentemente su bondad manifestada en favor de otras personas y en nuestra propia vida.
Otra ayuda esencial es pedirle al Espíritu Santo que nos lo recuerde, pues Él es la memoria viva en nosotros, que nos recuerda todo lo que Jesús dijo e hizo (cf. Jn 14,26). Teniendo una relación íntima con el Espíritu Santo, nos resultará fácil recordar los beneficios que Dios nos ha mostrado.