“A menudo el Señor permite que caigamos para que el alma se vuelva humilde” (Santa Teresa de Ávila).
El amor de nuestro Padre –siempre pendiente de la salvación de nuestra alma– sabe integrar en su plan de salvación incluso las debilidades de nuestra naturaleza humana. Esta certeza es muy reconfortante, porque generalmente no podemos superar nuestras debilidades de un día para otro, sino que tenemos que luchar durante mucho tiempo y contar con la ayuda del Señor hasta lograr refrenarlas al menos medianamente. La perspectiva de que Dios es capaz de sacar provecho de nuestras caídas –que a menudo nos resultan dolorosas, vergonzosas y humillantes– nos da esperanza y confianza en nuestro Padre.
En efecto, la sabiduría de nuestro Padre puede permitir un “mal menor” para evitar uno mayor. Uno de los peores males es la soberbia, que nos hace sentir grandes y dificulta que aceptemos las lecciones que nos da el Señor u otras personas. Por tanto, la soberbia obstruye la obra del Espíritu Santo, impidiendo que la acojamos en una actitud sencilla y de escucha, puesto que nos ata a nosotros mismos y a nuestras propias ideas, de tal manera que difícilmente podemos desprendernos de nosotros mismos. Descubrir imperfecciones en uno mismo y admitir los errores es un desafío casi imposible para la soberbia.
Por eso, nuestro Padre permite que el hombre orgulloso experimente su debilidad, para que no se ensalce a sí mismo, sino que admita con humildad que sin el Señor nada puede hacer y que por sí mismo es débil. Puede que nuestro Padre tenga que permitir con frecuencia tales caídas, porque la soberbia puede estar profundamente arraigada en el alma. Sin embargo, el amor y la paciencia de nuestro Padre es aún más grande que la terquedad del orgullo humano.