“Después Te creaste el pueblo Israel, que lleva Tu nombre inscrito y al que llamaste tu primogénito. En Egipto lo hiciste crecer, transformándolo en un gran pueblo, hasta que gritó a Ti en su opresión por el Faraón” (Himno de Alabanza a la Santísima Trinidad).
A partir de aquel justo que Dios halló en medio de la confusión de las naciones, surgió todo un pueblo. Éste debía ser preparado para que, por la bondadosa providencia de nuestro Padre, naciera de él el Justo, el Redentor de la humanidad y Cabeza de la Iglesia que es una: “Él es antes que todas las cosas y todas subsisten en él. Él es también la cabeza del cuerpo, que es la Iglesia” (Col 1,17-18a).
Pero el Pueblo de Israel –así como también los otros pueblos– aún tenían un camino por recorrer. El Padre Celestial tuvo que separar a Israel de los otros pueblos, para que no se contagiara de la idolatría que éstos practicaban. Esto implicó enormes esfuerzos, que continúan hasta el día de hoy. Así como sucedía con el Pueblo de Israel, los hombres se dejan engañar fácilmente por los demonios, en lugar de dar a Dios la gloria que Él merece.
En Egipto, donde los hijos de Jacob vivieron inicialmente bajo la protección del Faraón, que había convertido a su hermano José en la segunda autoridad más alta de su reino (Gen 41,41), Israel llegó a ser un pueblo numeroso. Pero el siguiente Faraón les retiró su favor y tuvieron que servirle como esclavos (Ex 1,8.14).
Entonces los hijos de Israel clamaron al Señor para que los liberara de su esclavitud (Ex 2,23). Y “Dios oyó sus gemidos, y acordóse Dios de su alianza” (Ex 2,24). Acudió en auxilio de su Pueblo, queriendo liberarlo de toda esclavitud, tanto exterior como interior, para que sea un Pueblo libre que le escuche y le obedezca.
Suscitó entonces a aquel justo por medio del cual rescataría a su Pueblo de la opresión del Faraón. Él debía ir delante de los hijos de Israel para guiarlos a la Tierra Prometida (Ex 3,10).