Ef 4,1-7.11-13
Hermanos: Yo, prisionero por el Señor, os exhorto a que viváis de una manera digna de la llamada que habéis recibido: con toda humildad, mansedumbre y paciencia, soportándoos unos a otros por amor, poniendo empeño en conservar la unidad del Espíritu mediante el vínculo de la paz. Pues uno solo es el cuerpo y uno solo el Espíritu, como una es la esperanza a la que habéis sido llamados. Hay un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos, actúa por todos y está en todos.
A cada uno de vosotros le ha sido concedida la gracia a la medida de los dones de Cristo. Él mismo dispuso que unos fueran apóstoles; otros, profetas; otros, evangelizadores; otros, pastores y maestros, a fin de que trabajen en perfeccionar a los santos cumpliendo con su ministerio, para la edificación del cuerpo de Cristo, hasta que lleguemos todos a la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, al hombre perfecto, a la medida de la plenitud de Cristo.
Hemos reflexionado una y otra vez sobre la vocación, y también la lectura de hoy nos insta a vivir de una manera digna del llamado que hemos recibido a seguir a Cristo. San Pablo se dirige a toda la comunidad de Éfeso, exhortándole a la unidad que viene de Dios. Cada miembro en particular puede aportar a esta unidad, cuando se esfuerza por ser humilde, manso y paciente. El poner en práctica estas actitudes espirituales contribuye decisivamente a mantener el vínculo de la paz de Cristo.
La humildad, lejos de ser una actitud servil, está siempre dispuesta a colocarse por debajo de lo más grande. Lo más grande no es, de ningún modo, una falsa unidad; sino la auténtica unidad que procede del amor y de la verdad. En una ocasión, San Agustín definió la humildad en estos términos: “La humildad se coloca por debajo de lo más grande y por eso es grande. La soberbia se presenta a sí misma como grande, y así se abaja.”
La lectura habla de la “unidad del Espíritu”. Y en efecto: Cuando cada uno se coloca a sí mismo bajo lo que es más grande, surge la unidad en Dios como un maravilloso regalo. La humildad estará atenta a no disturbar esta unidad por la propia actitud de orgullo.
Algo similar podemos decir sobre la mansedumbre. También aquí vale recalcar que no se trata de un falso pacifismo, que carece de la verdad y del amor verdadero. Se trata, en cambio, de la paz que sólo el Señor puede dar (Jn 14,27); una paz que surge a partir de la unidad en el Espíritu. La mansedumbre, pues, se abstiene de peleas innecesarias, de querer llevar siempre la razón y de otras actitudes similares; mientras que busca aquello que sirve a esta paz que viene de Dios. En este contexto, conviene incluir estas palabras del Sermón de la Montaña: “Dichosos los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios” (Mt 5,9). Así, el pacificador no solamente se esfuerza por no perturbar él mismo la paz; sino que además procura ayudar a los demás en la comunidad de los fieles a preservar el vínculo de la paz y a retornar a ella.
También la tercera actitud mencionada por San Pablo –la paciencia– es enormemente importante para vivir la dignidad del llamado a seguir al Señor[1]. Se trata de saber esperar los tiempos de Dios; de esperar confiadamente el momento oportuno, y no determinarlo nosotros mismos, movidos por la impaciencia. No es una actitud indiferente ni aletargada. Con esta misma paciencia hemos de tratar a nuestro hermano, pues debemos ser capaces de esperarle, así como Dios nos espera a nosotros. Al mismo tiempo, hemos de orar intensamente por él y hacer todo lo que nos corresponda para que nuestro hermano no deje de dar su contribución para el bien de todos.
Imaginemos o pensemos en una persona en la cual se distinguen estas tres actitudes descritas. Inmediatamente notaremos que una persona así emana algo que trae paz y unidad.
Si en nuestro seguimiento del Señor ponemos en práctica aquello que señala el Apóstol de los Gentiles, entonces todos los maravillosos regalos de Dios se asentarán más profundamente en nosotros: la paz de Dios, que el mundo no puede dar, pero tampoco quitar; la esperanza que tenemos en común, y todo lo relacionado con ella.
Como dice el texto bíblico, a cada uno “le ha sido concedida la gracia a la medida de los dones de Cristo.” Cada uno ha de cooperar con esta gracia y ponerse al servicio para edificar el Cuerpo de Cristo, de manera que lleguemos “al hombre perfecto, a la medida de la plenitud de Cristo.”
[1] Para profundizar en el tema de la paciencia, puede verse la siguiente meditación: