Cuando hemos llegado a conocer un poco el amor de Dios y captado cada vez más su bondad, aumenta en nosotros el deseo de corresponder a su querer. El Padre quiere que lo conozcamos, lo honremos y lo amemos. ¿Y cómo hemos de hacerlo?
Escuchemos la respuesta de Dios Padre a la Madre Eugenia:
“En cuanto a los medios para honrarme como Yo lo deseo, no os pido más que una gran confianza. No creáis que espero de vosotros grandes austeridades y mortificaciones; que andéis descalzos o postréis vuestro rostro en el polvo y os cubráis de ceniza, etc… ¡No, no! Lo que deseo y me complace es que tengáis una actitud de verdaderos hijos, sencillos y confiados frente a Mí.”
Entonces, lo que el Señor espera de nosotros no son, en primera instancia, las prácticas ascéticas externas, por muy importantes y necesarias que éstas sean en determinadas circunstancias. Se trata de algo mucho más profundo: nuestra confianza.
Al pedir nuestra confianza, El Padre nos pide nuestro corazón, nuestra genuina y sencilla entrega a Él. En efecto, le honramos cuando simplemente confiamos en Él, pues entonces creemos en su amor y le damos la respuesta adecuada.
¡Esta confianza nos une aún más a Dios que todas las buenas obras que podamos hacer por Él! Si le damos al Padre nuestra incondicional confianza, también nos desprendemos de toda forma de autonomía desordenada y de nuestra tendencia a querer tener nuestra vida en nuestras propias manos.
Confiar en Dios significa recibir la vida de sus manos: cada día, cada hora… Y este camino nos conduce a la libertad y a la gratitud.
Preguntémosle, por ejemplo, en las mañanas: “¿Cuál es tu plan para hoy, amado Padre? ¡Confío en Ti!”
Entonces, esta actitud de confianza impregnará toda nuestra existencia, y el fundamento sobre el cual edificamos nuestra vida será cada vez más seguro. Además, honramos a nuestro Padre cuando aceptamos la vida de esta manera y cumplimos la misión que nos ha encomendado como hijos suyos.