Novena de Pentecostés – Día 9: “El Esposo de las almas”

Si en las últimas meditaciones hemos llegado a conocer y amar al Espíritu Santo como Amigo y Custodio de nuestras almas, queremos hoy contemplarlo como el Esposo de nuestra alma.

Todas las expresiones del amor en el ámbito humano tienen su punto de partida en Dios mismo. Así, podemos hacer esa bella comparación, considerando al Espíritu Santo como el Esposo que corteja nuestra alma.

Al hablar de la amistad con el Espíritu Santo habíamos hecho énfasis en la familiaridad de la relación y en su benévola cercanía. Al describirlo como el “Custodio de nuestras almas” nos centramos principalmente en su atento cuidado, velando sobre la integridad y la fecundidad de nuestro camino con el Señor, y en la protección con que rodea nuestra alma.

Si ahora lo contemplamos como el Esposo de nuestra alma, el enfoque está en el amor. Tanto la Virgen María como la Iglesia reciben el título de “Esposa del Espíritu Santo”. Así, podemos penetrar cada vez más profundamente en este misterio a través de la reflexión y la contemplación.

Pero también podemos hablar de un desposorio en relación con nuestra alma y, por tanto, del Espíritu Santo como Esposo divino. En efecto, el Espíritu Santo corteja nuestra alma con las expresiones más tiernas de su amor y la atrae hacia sí, mostrándole su belleza. Sin embargo, antes de consumar la unificación en el amor con el alma, Él la conduce a su Redentor, para que sea liberada de sus culpas y purificada a través de la Sangre del Cordero. Sólo si el alma vive en estado de gracia, el Espíritu Santo puede penetrar en ella y hacerla receptiva a su presencia.

Las muestras de amor del Espíritu Santo al alma en el camino de unificación son de una profunda delicadeza y ternura, pues el Espíritu del Señor sabe muy bien cuán sensible es el alma. Puesto que ha sido creada para el amor, ella es, por un lado, receptiva al amor; y, por el otro, muy vulnerable cuando no encuentra el verdadero amor. Así, la delicadeza del Espíritu Santo hace que sea fácil para el alma abrirse a su amor.

No pocas veces el Esposo Divino se encuentra con almas heridas, porque la vida en este mundo definitivamente no es como en un Paraíso y, por desgracia, el amor no reina siempre en la vida de los hombres. Por ello, el Espíritu Santo recurre a una extrema ternura para no asustar al alma y rodearla de su dulzura.

Como Esposo del alma, Él la busca especialmente a través de un abrazo espiritual y de su cálida cercanía, porque quiere lo más íntimo del hombre; quiere su corazón para conquistarlo para el amor de Dios. El alma ha de despertar al amor hasta el punto de no anhelar otra cosa sino unirse a su divino Esposo. Él la mira con ojos de amor, la embellece con sus dones y la hace florecer por la fuerza de su divino amor.

 

Aunque el Espíritu Santo sea paciente y esté dispuesto a llamar una y otra vez al alma cuando ella está todavía desfigurada por la fealdad del pecado, ciertamente no quiere dejarla en ese estado deplorable. Él quiere una Esposa hermosa, adornada con “perlas y brocado” (cf. Sal 44,14-15), resplandeciente en toda su gracia, que la hace irresistible para Él.

Para el Esposo divino es una indecible alegría cuando el alma despierta de su letargo y ahora, junto a Él, se apresura a cumplir la Voluntad del Padre Celestial. ¡Cómo se regocijará el Esposo divino por haberla encontrado, porque ahora le pertenece y glorifica a Dios!

¿Y la esposa? Ya no tiene que seguir buscando a su Esposo. Lo ha encontrado, y ahora podrá celebrar para siempre la fiesta del amor en los jardines celestiales. ¡Se ha desposado eternamente con Él!

¡Qué amor tan tierno, tan fuerte y tan fecundo empieza a desplegarse! El Esposo nunca se cansará de agasajar a su Esposa, de mostrarle de mil maneras su amor y de introducirla cada vez más profundamente en los misterios del amor divino.

¿Y la esposa? Nunca se cansará de responder a este amor y florecerá cada vez más en la belleza y dignidad que Dios le otorgó. Ha encontrado el amor de su vida. ¿Adónde más habría de ir? ¡Él es su Amado!

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