Una vez que le hayamos abierto las puertas al Espíritu Santo para que desplieguen en nosotros sus dones, llegaremos a conocerlo como el “Custodio de nuestras almas”. También podríamos llamarlo el “Guardián del tesoro”, porque, en efecto, nuestra alma es el gran tesoro que nuestro Padre nos ha confiado, que el Cordero de Dios ha comprado con su sangre para liberarlo del cautiverio (1Pe 1,18-19) y que el Espíritu Santo quiere iluminar y hacer florecer con gran poder.
No sería tan difícil para nuestro Divino Custodio conducirnos a la consumación de nuestra peregrinación terrenal, si nosotros fuésemos como arcilla en manos de nuestro Padre Celestial y nos dejásemos moldear dócilmente por el amor divino (cf. Jer 18,6). Pensemos, por ejemplo, en la prontitud de los santos ángeles, que se apresuran a cumplir aun la más mínima indicación de Dios, sin que ningún obstáculo pudiera detenerlos. Pensemos también en la Santísima Virgen María, que se puso gustosamente al servicio del Señor y le permaneció siempre fiel.
Ciertamente, nosotros no somos ángeles ni somos la Virgen María. Sin embargo, ¿no estamos también llamados a entregarnos enteramente al amor de Dios y a seguirle de buena gana adondequiera que nos lleve, como lo hizo María?
Preguntémosle al Espíritu Santo. ¿Qué nos diría? Sin duda, alabaría a nuestro Padre y nos describiría la belleza con que Él revistió nuestra alma al llamarla a la vida, el deleite que le causó nuestra Creación, las promesas que Él tiene previstas para nuestra alma y la dignidad que le concedió. Nuestro Divino Custodio no se cansaría de cantar las alabanzas de Dios, y ensalzaría sin cesar al Santo, como sus amigos, los santos serafines.
Probablemente luego pasaría a entonar un cántico de júbilo por nuestra redención, y no cesaría de señalar el amor y la sabiduría del Padre Celestial en toda su belleza.
Después, probablemente nos miraría para ver si le hemos entendido y si ya somos capaces de unirnos con todo el corazón a la alabanza del Dios infinitamente amoroso. Su bondadosa mirada se posaría sobre nosotros y nos susurraría: “Debéis corresponder a esta belleza y a esta gracia que se os ofrece. Yo velaré sobre ello y os asistiré en todo.”
Pero, por desgracia, ¡cuántas veces y hasta qué punto nuestra alma se extravía y no busca el verdadero alimento en las verdes praderas de Dios! ¡Con qué facilidad se deja influenciar y seducir, tomando caminos equivocados! ¡Con qué facilidad pierde de vista lo esencial y pierde el tiempo en cosas inútiles! La cosa se pone peor aún cuando cae en el pecado y no vuelve a levantarse después de caer.
Pero también es difícil para el alma ver cómo su fe está siendo cuestionada en el mundo de hoy y ni siquiera en la Iglesia se siente segura.
El “Custodio de nuestras almas”, que es también el “Guardián de la Iglesia”, tiene todo esto en vista. Aunque Él nunca recurre a la violencia, hace todo lo posible para evitar que el alma se extravíe. En los Hechos de los Apóstoles, por ejemplo, se nos describe que el Espíritu Santo impidió a los apóstoles viajar a la meta que ellos se habían propuesto, porque la Divina Providencia tenía otros planes (Hch 16,6-7).
De la misma manera, el Espíritu Santo se interpone cuando estamos en peligro de elegir el camino equivocado. Su voz amonestadora nos hablará interiormente y a veces impedirá que tomemos un rumbo errado.
Nuestro Guardián divino “no duerme ni reposa” (Sal 120,4), y su mirada amorosa vela sin cesar sobre nosotros. No se le escapan ni siquiera los movimientos más sutiles de nuestra alma, que han de comparecer ante el tribunal del amor. El Espíritu Santo no se contenta con que evitemos las transgresiones más rudas contra el amor. ¡No es ése el objetivo final! Él vela para que nos unamos plenamente a la Voluntad de Dios, para que glorifiquemos al Padre y alcancemos nuestra meta.
Así, pues, el Espíritu Santo nos ayuda a no desviarnos, en cuanto que nos asiste y remueve con nuestra cooperación los obstáculos que se interponen en nuestro camino, para que cumplamos el plan para el cual Dios nos creó y correspondamos así a nuestra vocación. Si le permitimos tomar las riendas de nuestra vida, Él penetrará todos los ámbitos de nuestro ser con un conocimiento preciso y separará la luz de las tinieblas.
De forma especial, el Espíritu Santo velará sobre nuestra vida espiritual para que no se debilite, y nos exhortará a no descuidar la oración y las otras prácticas espirituales.
Si prestamos mucha atención al Custodio de nuestras almas, Él nos guiará a salvo a través de los tiempos, especialmente cuando los poderes hostiles a Dios se alían cada vez más “contra el Señor y su Ungido” (Sal 2,2), como sucede hoy en día.