Novena de Pentecostés – Día 6: “El Espíritu Santo y María”

 

Si la venida del Espíritu Santo sobre los apóstoles en Pentecostés marca la hora del nacimiento de la Iglesia, entonces su descenso sobre María en Nazaret marca el inicio de la obra de la salvación (cf. Lc 1,35).

La Iglesia nos enseña que María fue preservada del pecado original en vista del Salvador que nacería de ella. Este es el dogma de la Inmaculada Concepción: que, por una gracia especial de Dios, la Virgen María mantuvo el estado de inocencia del Paraíso.

Así, podemos descubrir cómo el Espíritu Santo la llenó y cómo ella lo recibió con toda la apertura de su ser, lo cual fue su aporte indispensable para que pudiera darse esta unión sobrenatural. No había ningún obstáculo que se interpusiera entre María y el Espíritu Santo; ninguna reserva, ninguna barrera proveniente del pecado, ninguna resistencia; sino solamente receptividad y donación total de sí misma. Así, María pudo concebir al Verbo Encarnado que el Espíritu Santo engendró en ella.

Aunque este suceso fue único, también nos muestra a María como imagen y modelo de la Iglesia e imagen de nuestra alma en su estado de pureza original. La Iglesia debe llegar a ser tan abierta y receptiva al Espíritu Santo como lo fue la Virgen, pues Jesús quiere seguir anunciando su palabra a través de la Iglesia y estar presente en Ella a través de los sacramentos.

La medida en que la Iglesia sea guiada por el Espíritu Santo, dependerá de su pureza y receptividad. Por ello, la Iglesia debe entrar en la escuela espiritual de aquélla que es su modelo, debe volverse ‘mariana’, así como también debe serlo nuestra alma.

Esta escuela espiritual de María, a quien Jesús nos dio como Madre en la Cruz, consiste en que ella nos ayudará, junto con el Espíritu Santo, a superar cualquier barrera y obstáculo que se oponga al Espíritu, de manera que lleguemos a ser receptivos como lo fue ella.

Llegados a este punto, podemos detenernos a meditar el título de María como “Esposa del Espíritu Santo”.

Aparte del aspecto externo, que convierte a María en Esposa del Espíritu Santo por la encarnación del Verbo; existe también un significado interior, en cuanto a la suma receptividad y sensibilidad de María hacia su Esposo celestial.  Si incluso en el plano humano vemos que una novia encendida de amor se encuentra centrada en su novio con todas las fibras de su ser, ¡cuánto más lo está la Madre de Dios con su Esposo celestial, el Espíritu Santo!

Este enfoque se manifiesta en la obediencia amorosa de María frente al anuncio del ángel, en su disposición de cumplir la voluntad de Dios como su esclava, en el seguimiento de su Hijo, en su “sí” al camino de sufrimiento hasta los pies de la Cruz…

¡Cuánto se desplegaron los dones del Espíritu Santo en la Virgen María! Así, ella se convirtió en columna de la Iglesia naciente.

Lo que caracteriza especialmente a María es su obediencia amorosa, que es el distintivo de un alma que vive en profunda unión con el Espíritu Santo. La Voluntad de Dios es siempre el bien supremo, porque procede del corazón amantísimo de Dios. Es el Espíritu Santo quien nos lleva a la conformidad con la voluntad de Dios. En el caso de la Madre de nuestro Señor, no le fue necesario vencer las consecuencias del pecado original, ni tuvo que liberar su corazón de las cadenas del egoísmo. Sin embargo, en nosotros es necesario superar todos estos obstáculos antes de poder unirnos a Dios.

Pero nuestro húesped celestial no nos rehúye; siempre y cuando estamos dispuestos a dejarnos purificar por su amor. Cada vez que aceptamos su guía, la luz penetra más profundamente en nosotros, y nuestra alma es purificada de las manchas que la hacen desagradable. Así como en el evangelio el Señor purifica a los leprosos de su enfermedad, así el Espíritu Santo se esfuerza por devolver al alma su belleza originaria. De este modo, ella se asemeja cada vez al alma purísima de María. Incluso puede llegar a ser, en una dimensión mística, la esposa del Espíritu Santo.

Cuanto más transparente se vuelva nuestra vida a la Voluntad de Dios, tanto más nos convertiremos en ‘otros Cristos’. Dicho de otro modo, la cabeza estará cada vez más unida a los miembros y podrá reflejarse cada vez más perfectamente en ellos. En un alma llena del Espíritu Santo, las palabras de la Virgen se convierten en el lema que marca toda la vida: “He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tus palabras” (Lc 1,38). La meta es, pues, llegar a la unión perfecta con la voluntad de Dios.

Si aspiramos la perfecta obediencia de amor hacia nuestro Padre y queremos vivir en una profunda intimidad con el Espíritu Santo, un eminente consejo es confiarnos especialmente a la Madre de Nuestro Señor.

Si hemos dicho que el Espíritu Santo no rehúye de las manchas que encuentra en un alma, sino que empieza a purificarla, ¡cuánto más grande será su alegría al poder obrar en un alma ya purificada, ayudándole a cumplir enteramente la misión que el Señor le ha encomendado en la Tierra!

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