“Reparte tus siete dones, según la fe de tus siervos;
por tu bondad y gracia, dale al esfuerzo su mérito;
salva al que busca salvarse y danos tu gozo eterno.”
Los siervos de Dios, el pueblo de Dios… ¿Quién forma parte de él? Desde el punto de vista de la vocación, todos los hombres pertenecen al pueblo de Dios, pues Él quiere que todos se salven (1Tim 2,4). Por eso envió a su propio Hijo al mundo, para que conduzca a los hombres de regreso a casa, convirtiéndolos en hijos suyos.
Sin embargo, hay una diferencia decisiva entre aquellos que acogen este llamado y viven de acuerdo a él y aquellos que pasan de largo ante la invitación del Señor.
Ciertamente, el convite aún no ha llegado a todos los hombres y queda mucho por hacer hasta que el mensaje del Evangelio haya sido anunciado auténticamente “a toda creatura” (Mc 16,15). Puesto que nuestro Padre conoce a cada persona, Él sabe quién se cierra deliberadamente a su llamado y a quién no le fue anunciado todavía, o al menos no de forma convincente.
No nos corresponde a nosotros juzgarlo.
Lo que nos corresponde a nosotros, que conocemos el Evangelio y hemos recibido la gracia de ser miembros de la Iglesia, es que el llamado del Señor dé fruto en nuestra vida para que otras personas conozcan el amor de Dios a través de nuestro testimonio.
Si creemos y seguimos al Señor, podemos contarnos entre sus “siervos” y, por tanto, las hermosas palabras de la Secuencia de Pentecostés se aplican también a nosotros.
La confianza en Dios es la clave para atravesar estos tiempos difíciles. Esto se aplica tanto a nuestra vida personal como a la situación de la humanidad en general. No somos capaces de superarlos con nuestras propias fuerzas y a menudo nos chocamos con nuestras limitaciones. Pero precisamente cuando percibimos nuestros límites, el Señor nos invita a acudir a Él. Así, nuestras limitaciones y los obstáculos en el camino se convierten en instrumentos para volvernos de todo corazón al Señor y confiar en su ayuda. Sin duda, Él está siempre ahí para nosotros. Somos nosotros quienes a menudo lo olvidamos y preferimos confiar en nosotros mismos en lugar de atrevernos a dar ese paso de confianza en Dios y arrojarnos con todo el corazón a sus brazos.
Cuando damos este paso de confianza, notamos cómo los dones del Espíritu Santo se activan en nuestra vida. Si estamos abatidos y acudimos al Señor, Él nos levantará con el don de fortaleza. Pensemos en la agonía de Jesús en Getsemaní. En aquellas horas difíciles, en las que no recibió ningún consuelo de sus discípulos, un ángel bajó del cielo y lo fortaleció (Lc 22,43). Si llegamos a encontrarnos en situaciones en las que constatamos con dolor que nadie puede ayudarnos y en vano buscamos consuelo, el Señor mismo nos fortalecerá si nos dirigimos a Él.
También necesitamos el espíritu de fortaleza para resistir la prueba de estos tiempos y cumplir fielmente la tarea que se nos ha encomendado en la vida. Esta prueba se refiere especialmente a la fe, que está siendo atacada desde muchos frentes, tanto dentro como fuera de la Iglesia. Los ataques pueden ser muy sutiles y tal vez inicialmente no los identifiquemos como tales. El veneno del relativismo puede difundirse casi desapercibido, aun dentro de nuestra Santa Iglesia, corroyendo la fe y la moral. Si los que fueron designados como pastores no están vigilantes –o, en el peor de los casos, incluso cooperan en la destrucción– entonces hemos de refugiarnos en el Señor y revestirnos con las armas apropiadas para el inevitable combate: la defensa de nuestra santa fe.
En todo hemos de estar enfocados en el Señor. Nunca debemos olvidar que este mundo no es nuestro hogar eterno, sino el lugar donde hemos de probar nuestra fidelidad. Por eso, nuestros esfuerzos no deben centrarse en instalarnos en esta vida, sino en alcanzar la vida eterna. Este sabio enfoque nos enseñará a vivir con mucha responsabilidad nuestra vida y nuestra vocación cristiana. San Pablo lo expresa con mucho tino: “Una cosa intento: lanzarme hacia lo que tengo por delante, correr hacia la meta, para alcanzar el premio al que Dios nos llama desde lo alto por Cristo Jesús” (Fil 3,13c-14).
La alegría por la vida eterna que Dios nos ofrece puede darnos alas para sobrellevar con mayor facilidad las dificultades terrenales y afrontarlas mejor, porque el amor hace que todo sea más llevadero. De este modo, la visión de lo que nos espera en la eternidad no es simplemente algo que aún está lejos y que en algún momento alcanzaremos, sino que impregna nuestra existencia terrenal como una fuente de alegría y también de prudencia. En efecto, las Escrituras nos exhortan: “En todas tus acciones ten presente tu fin, y jamás cometerás pecado” (Eclo 7,36).
Pero aún más fuerte que la virtud de la prudencia es el fuego del amor y el ardiente anhelo de Dios, nuestro Padre. Fue esto lo que movió a un San Pablo a realizar todo lo que le había sido encomendado: “Porque estoy convencido de que los padecimientos del tiempo presente no son comparables con la gloria futura que se va a manifestar en nosotros” (Rom 8,18). Con estas palabras, nos consuela en aquellos momentos en que nos sobrevienen las cruces de la vida.
Los maravillosos dones del Espíritu Santo nos darán en todas las situaciones de la vida aquello que la bondad de Dios dispuso para nosotros. Si éstos florecen en nuestra vida, también las otras personas que aún no conocen la fe podrán reconocer nuestro testimonio. De esta manera, podremos hacer nuestra parte invitando a los hombres a volver al Padre y a obtener la salvación en Cristo Jesús.