“Entra hasta el fondo del alma, divina luz, y enriquécenos. Mira el vacío del hombre, si tú le faltas por dentro; mira el poder del pecado, cuando no envías tu aliento.
Riega la tierra en sequía, sana el corazón enfermo, lava las manchas, infunde calor de vida en el hielo, doma el espíritu indómito, guía al que tuerce el sendero.”
El Espíritu de Dios penetra profundamente en nuestras almas; es decir, quiere llegar hasta el centro de nuestro ser y morar allí, junto con el Padre y el Hijo que ponen su morada en nosotros, según las palabras de Jesús (cf. Jn 14,23). Una vez establecido en nuestro corazón, el Espíritu de Dios podrá moldearnos a imagen de Dios, siempre y cuando se lo permitamos. Esta es la gran obra del Espíritu Santo, una vez que ha llevado al hombre a la conversión y lo ha traído de regreso a la obediencia de amor hacia Dios.
Dios nos ha creado a su imagen y semejanza y nos ha otorgado un alma inmortal. Por desgracia, este tesoro fue profundamente distorsionado por el pecado original y sus consecuencias; de modo que a veces apenas se puede vislumbrar la belleza originaria del alma.
El pecado prosiguió su obra destructora, interponiéndose entre Dios y el alma como un obstáculo insuperable. Las leyes y los mandamientos de la Antigua Alianza le mostraban al hombre cómo debía vivir y le hacían ver las consecuencias del pecado, pero no le daban la fuerza para cumplir toda la Ley.
Pero, con la gracia del perdón de los pecados que Jesús nos alcanzó por su Pasión, Muerte y Resurrección y que se nos otorga en el bautismo, podemos comenzar una vida nueva. Así, se nos devuelve aquello que habíamos perdido; se ordena cuanto se había alborotado en nosotros… Además, con la venida del Señor al mundo se le ofrece a la humanidad una gracia tan grande que supera con creces lo que Dios había dado a los hombres en la Antigua Alianza.
La inhabitación del Espíritu Santo y su influjo en nosotros hace crecer y madurar la nueva vida que hemos recibido en nuestro bautismo. Si seguimos la guía del Espíritu, se nos otorga una nueva belleza. No es aquella belleza propia de la inocencia originaria en el Paraíso; sino la belleza de un alma redimida que se reviste de Cristo. Para que esto suceda, el Espíritu Santo comienza su obra de santificación en el alma. Siendo Él el amor entre el Padre y el Hijo, infunde ese mismo amor en nuestras almas. Así, se produce un profundísimo contacto entre el alma humana y el húesped divino, que ilumina hasta el fondo del corazón.
En este encuentro de amor, el alma también percibe dónde todavía no corresponde a este gran amor; y se pone en camino para seguir aquella luz.
En este proceso, el alma reconoce las enormes manchas que le fueron infligidas por el pecado y aprovecha los medios que Dios le ofrece para purificarse. Esto expresa la Secuencia de Pentecostés cuando invoca al Espíritu Santo pidiéndole que “lave las manchas”.
Puesto que el pecado y las heridas que de él resultan son violaciones del amor y de la verdad, es el Espíritu Santo quien puede sanarlas, siendo Él el amor y la verdad. Él “infunde calor de vida” a todo aquello que se ha secado en el alma por falta de amor y de verdad.
A consecuencia del pecado, nuestro corazón puede volverse frío y duro, puede cerrarse a los demás, especialmente cuando se trata de los pecados de orgullo y presunción. Pero el Espíritu Santo emprende esa ardua labor de sacarnos de la soberbia y de todas las actitudes asociadas a ella, pues la soberbia hace que el hombre gire sólo en torno a sí mismo y se cierre a la obra del Espíritu.
Cuando una persona pierde su camino, cae en desdicha a nivel personal y al mismo tiempo influye negativamente en la vida de otras personas. Por eso el Espíritu Santo conduce al pecador a la Cruz de Cristo, para que en ella encuentre el perdón y la misericordia. También cuando hemos emprendido el seguimiento del Señor, Él nos lleva una y otra vez a la Cruz, siempre que fallamos a pesar de nuestros sinceros esfuerzos.
La escucha al Espíritu Santo es una guía segura en el camino, si aceptamos humildemente sus indicaciones. Del mismo modo que Él quiere guiar a la Iglesia entera, también quiere hacerlo en cada vida personal. Por tanto, la clave para un fructífero seguimiento de Cristo es la escucha y la intimidad con el Espíritu Santo.