“Fuente del mayor consuelo. Ven, dulce huésped del alma, descanso de nuestro esfuerzo, tregua en el duro trabajo, brisa en las horas de fuego, gozo que enjuga las lágrimas y reconforta en los duelos.”
El Espíritu Santo es el consolador que el Señor nos ha otorgado. El Apóstol San Pablo nos dice: “Él nos consuela en todas nuestras tribulaciones, para que nosotros podamos consolar a los que se sienten atribulados, ofreciéndoles el consuelo que nosotros mismos recibimos de Dios” (2Cor 1,4).
Este consuelo que recibimos de Dios y estamos llamados a ofrecer a los atribulados puede extenderse a muchos ámbitos: consuelo en las necesidades materiales, cuando el Espíritu nos mueve a compartir con los demás; consuelo en la aflicción del alma, cuando el Espíritu nos ayuda a asistir a otros en sus dificultades, recordándoles que Dios está con ellos y nunca los abandona; consuelo en medio del sufrimiento de los hombres, para atestiguar que, aun en medio del dolor, Dios está presente.
Pero es importante que primero experimentemos el consuelo del Espíritu Santo en nuestra propia vida, y que percibamos cómo Él siempre nos invita a elevar la mirada a Dios, puesto que fácilmente olvidamos su presencia consoladora en medio de las preocupaciones de la vida cotidiana, cuando nos sentimos abrumados bajo el peso de las necesidades materiales y espirituales.
Pero si nos acordamos del Espíritu Santo, que nunca deja de iluminar nuestro corazón con su cálida luz y de deleitar nuestros sentidos, entonces nos percatamos de que no hay ninguna situación que excluya su presencia.
Es significativo que la Secuencia de Pentecostés se dirija al Espíritu Santo como “huésped del alma”. En muchas culturas la hospitalidad es muy importante. Se suele prestar mucha atención al huésped, se le escucha cuidadosamente, se le quiere dar lo mejor y no se le quiere ofender de ninguna manera. Precisamente estas actitudes de la hospitalidad necesitamos para acoger a tan ilustre huésped, que es el Espíritu Santo. Él es el más importante y su presencia es la dicha más grande.
Por eso es bueno invocarlo una y otra vez, entrar en diálogo con él, conocerlo como el verdadero amigo del alma y percibir su influjo en nuestro interior. Especialmente cuando nos hallamos en medio del ajetreo del mundo y notamos también la inquietud en nuestro interior, necesitamos recogimiento. Al invocar conscientemente al Espíritu Santo, al suplicar su ayuda, podremos poner un alto al ajetreo del mundo, evitando dejarnos llevar por las múltiples distracciones que nos ofrece o por la inquietud que podemos sentir en nuestro interior. Es Él quien nos muestra las situaciones concretas desde la perspectiva de Dios, y nos devuelve la paz interior.
Eso también cuenta para situaciones en las que nos acaloramos, cuando sentimos que “nos hierve la sangre”, cuando nos inflamamos de forma negativa. El Espíritu enfría nuestros sentidos como una “brisa en las horas de fuego”, para que, con calma, podamos medir y afrontar la situación de forma adecuada. Sabemos que, para poder discernir correctamente, necesitamos hacerlo con “cabeza fría”.
Puede que a veces tengamos que invocar al Espíritu Santo durante mucho tiempo, para que disipe la niebla que rodea nuestro corazón y su luz vuelva a brillar sobre nosotros. Eso cuenta especialmente cuando aún tenemos heridas interiores que no han cicatrizado. Dichas heridas pueden influenciarnos de tal manera que, estando en situaciones críticas que una persona sana podría superar con relativa facilidad, éstas se vuelcan sobre nosotros como una tormenta emocional de sentimientos no superados. Para sanar las heridas se requiere de un médico del alma: el Espíritu Santo viene a nuestro auxilio y es capaz de apaciguar los sentimientos alterados. Es más: Él puede tocarlos en su raíz más profunda, en el punto de dónde proceden, comenzando así un proceso de sanación.
En efecto, el sufrimiento y la muerte no se experimentan sólo en el plano físico, sino también a nivel del alma. Los sufrimientos que más aflicción causan a los hombres y pueden hasta aplastarlos, son precisamente aquellos que a menudo no son reconocidos ni tomados en cuenta. El Espíritu Santo, como íntimo amigo del alma, quiere aliviar esta aflicción interior y se ofrece a sí mismo como Espíritu vivificante. Siempre existe el peligro de que las personas se cierren emocionalmente en su soledad, llegando a experimentar algo semejante a una muerte interior. El consolador quiere remediar este sufrimiento. Allí donde nosotros mismos hemos podido superar un problema en Él y con Él, estamos también llamados a consolar a otros con el mismo consuelo que hemos recibido.
Supliquemos siempre al Espíritu Santo que ilumine a las almas, para que puedan llegar a las fuentes de la salvación y reciban en ellas la redención y la sanación.