Hoy, después de la Fiesta de la Ascensión, inicia la novena en preparación para el descenso del Espíritu Santo en Pentecostés. En las reflexiones de los días venideros, quisiera salir del marco acostumbrado de las meditaciones diarias, para contemplar algunos aspectos y modos de actuar del Espíritu Santo. El objetivo es que lo conozcamos mejor y así estemos preparados para la Solemnidad de Pentecostés. Tomaré como estrella guía de estas meditaciones la Secuencia de Pentecostés, que es sin duda una de las oraciones más bellas de la Iglesia:
“Ven, Espíritu divino, manda tu luz desde el cielo.
Padre amoroso del pobre; don, en tus dones espléndido;
luz que penetra las almas; fuente del mayor consuelo.
Ven, dulce huésped del alma, descanso de nuestro esfuerzo,
tregua en el duro trabajo, brisa en las horas de fuego,
gozo que enjuga las lágrimas y reconforta en los duelos.
Entra hasta el fondo del alma, divina luz, y enriquécenos.
Mira el vacío del hombre, si tú le faltas por dentro;
mira el poder del pecado, cuando no envías tu aliento.
Riega la tierra en sequía, sana el corazón enfermo,
lava las manchas, infunde calor de vida en el hielo,
doma el espíritu indómito, guía al que tuerce el sendero.
Reparte tus siete dones, según la fe de tus siervos;
por tu bondad y gracia, dale al esfuerzo su mérito;
salva al que busca salvarse y danos tu gozo eterno. Amén.”
Jesús nos prometió este Espíritu y, efectivamente, lo envió a la tierra. Él es la personificación del amor mutuo entre el Padre y el Hijo. Los Padres de la Iglesia también lo llaman el ‘beso del Padre y del Hijo’. San Bernardo lo denomina tiernamente como el ‘más dulce e íntimo beso’. Detengámonos un momento en esta bella expresión.
Un beso es una expresión del amor, y, en este caso, del amor divino. El Padre y el Hijo nos transmiten su amor a través de Él. Por la inhabitación del Espíritu Santo y al ser tocados por Él, quedamos envueltos en su ternura, que quiere despertarnos con su beso y hacernos receptivos al amor de Dios.
La expresión ‘más dulce y más íntimo beso’ es muy atinada, sobre todo si recordamos que el Espíritu Santo descendió sobre la Virgen María para que concibiese a Cristo, el Señor. Podemos decir, pues, que la concepción del Hijo de Dios fue un divino abrazo de amor del Espíritu Santo a la Virgen María.
Así como el Espíritu Santo llenó a María y de Ella nació el Redentor, también el Señor quiere abrazar a todos los hombres y llamarlos a su presencia a través de este beso divino, más aún, asegurarles ésta su presencia y morar en sus almas.
Pero antes de que esto sea posible, el Espíritu Santo debe rasgar la oscura noche en la que a menudo se encuentra sumida la humanidad. En el prólogo de su evangelio, San Juan se lamenta: “Y la luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la recibieron” (Jn 1,5).
Son las tinieblas del pecado y de la ignorancia que envuelven a los hombres como una noche oscura. ¡Y son estas tinieblas las que tienen que ser rasgadas! La palabra ‘rasgar’ indica que la oscuridad es densa y que hará falta un gran esfuerzo para que las almas puedan acoger la luz. Este esfuerzo lo asumió el Hijo de Dios a través de su Pasión y de su muerte en cruz.
El Espíritu Santo nos presenta ahora esta gran obra salvífica de Cristo, y quiere llevar a los hombres este regalo de Dios para que lo acojan y se dejen iluminar por él.
Pero las tinieblas son muy densas, porque a la oscuridad del pecado y de la ignorancia viene a sumarse la influencia del Diablo, que quiere inducir a los hombres a pecar y atarlos a la ignorancia. Satanás confunde y engaña a las almas; quiere empañar en ellas la imagen de Dios, desfigurarla o desvanecerla por completo.
Tanto más necesitamos la luz del Espíritu Santo, que ciertamente está ya presente y actúa en el mundo, pero que podemos seguir implorando para que se intensifique aún más e ilumine a las almas. Es por eso que lo invocamos en el primer verso de la Secuencia de Pentecostés con estas palabras: “Ven, Espíritu divino, manda tu luz desde el cielo.”
El Espíritu Santo ha de mostrarnos al Señor como Él es en verdad, y hacernos ver también lo abominable y reprobable que es el pecado. Él nos muestra la senda de la salvación y nos fortalece en este camino. Por su muerte, Jesús venció el pecado que obstaculiza la obra del Espíritu Santo.
La Iglesia suplica la venida del Espíritu Santo, para que Él la mueva y la empuje a cumplir la Voluntad de Dios para continuar así la obra salvífica del Señor.
Oremos especialmente en estos días por la conversión e iluminación de las almas. El Espíritu Santo las busca, y si consigue tocarlas (tal vez también gracias a nuestras oraciones), entonces los hombres cambiarán de vida, la noche de sus almas será rasgada y la luz podrá inundarlos.
Por eso, “Ven, Espíritu divino, manda tu luz desde el cielo.”