Amado Padre, es cierto que sólo en la eternidad, al contemplarte de faz en faz, experimentaremos la plenitud de la felicidad, hacia la cual nos dirigimos. ¡No cabe duda!
Sin embargo, no es que Tú quieras que hasta entonces sólo experimentemos dolor, aunque a veces esto nos ayude a no disfrutar una falsa felicidad. Si fuese así, Amado Padre, no nos hubieras dicho por medio de nuestro amigo San Pablo que hemos de estar siempre alegres (Fil 4,4).
Pero, Amado Padre, ¿cómo podremos estar siempre alegres? Ciertamente no se trata en primera instancia de una alegría terrenal, ni tampoco de una alegría artificial o fingida; sino de una verdadera alegría.
En el Mensaje que confiaste a Sor Eugenia Ravasio, nos das una hermosa pauta:
“Si vosotros me amáis y me llamáis confiadamente con el dulce nombre de “Padre”, comenzaréis a experimentar ya aquí en la Tierra el amor y la confianza que os harán felices en la eternidad y que cantaréis en el cielo en compañía de los elegidos. ¿No es esto una anticipación de la dicha del cielo, que durará eternamente?”
¡Sí, así es!
A causa del primer pecado en el Paraíso, quedó profundamente afectada la relación de confianza contigo, y lo mismo sigue sucediendo a lo largo de toda la historia. El diablo trabaja con éxito en precipitar a los hombres en la desgracia.
Si no confiamos en Ti, ¿en quién confiaremos? ¿En personas falibles? ¿En nuestra naturaleza caída? O, peor aún, ¿en los susurros de Satanás?
¡No! Te invocamos como nuestro Padre, como el mejor de los padres, como el más tierno de los padres; que está personalmente presente allí donde nos encontramos en cada preciso momento, que está siempre junto a nosotros, aun si lo olvidamos o incluso lo negamos. Este es tu deseo, tal como se lo expresaste a la Madre Eugenia Ravasio:
“Me gustaría establecerme en cada familia como en Mi hogar, para que todos puedan decir: ‘Tenemos un Padre que es infinitamente bueno, inmensamente rico y generoso en misericordia.’”
Cuando correspondemos a éste tu deseo, el amor y la confianza crecen, y Tú sanas esta terrible herida de la desconfianza y del miedo en lo más profundo de nuestro ser.
Incluso nos dices que esto será un anticipo de la alegría que cantaremos en el cielo en compañía de los elegidos.
Amado Padre, son palabras maravillosas, que despiertan totalmente mi corazón.
Ya aquí, en este mundo, la música sacra puede exaltarme hasta el punto de que a veces casi no puedo resistir más… San Francisco de Asís dijo una vez que si escuchaba un sólo tono celestial más, moriría de amor.
Entonces, Padre, en la eternidad cantaremos la confianza y el amor a Ti, que ya ahora pueden crecer en nosotros.
Sí, es un anticipo del gozo celestial poder alabarte, por ejemplo, en una santa liturgia, aun si aquí, en nuestra existencia terrenal, no podemos aún permanecer constantemente en esta alegría.
Sin embargo, si nos mantenemos en la “confianza cantada” y en el amor a Ti, día a día, hora tras hora, en el más íntimo diálogo contigo y en las obras de amor, crecerá cada vez más nuestra alegría.
Sí, Padre, necesitamos sanar la relación de confianza contigo, que ha sido perturbada hasta lo más profundo. ¡Cuán maravilloso sería poder confiar en Ti sin límites ya aquí, en nuestra vida terrenal!
Purifícanos, por favor, de todo aquello que aún se interpone entre Tú y nosotros, y haz que tu santa Palabra penetre en nosotros, eche raíces y ahuyente todo lo equivocado que nuestra alma ha absorbido.
Como una ayuda para ello, dejemos que la música sacra penetre en nosotros y nos toque, mientras escuchamos tu santa Palabra:
“Como Pastor pastorea el Señor su rebaño: recoge en brazos los corderitos, los lleva en su regazo, y trata con cuidado a las paridas.” (Is 40,11)
“Cuando uno grita, el Señor lo escucha
y lo libra de sus angustias;
el Señor está cerca de los atribulados,
salva a los abatidos.” (Sal 34,18-19)
“Con amor eterno te he amado, por eso te he guardado fidelidad.” (Jer 31,3)
“Ni la muerte, ni la vida; ni los ángeles, ni los principados; ni las cosas presentes, ni las futuras; ni las potestades, ni la altura, ni la profundidad, ni cualquier otra criatura podrá separarnos del amor de Dios, que está en Cristo Jesús, Señor nuestro.” (Rom 8,38-39)