Amado Padre, tu Hijo nos prometió en el Evangelio:
“Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará; y vendremos a él y haremos morada en él.” (Jn 14,23)
Padre, no solamente queremos invitarte; sino que clamamos con todo nuestro corazón: ¡Ven a nosotros! ¡Siéntete en casa en nosotros! Queremos prepararte una morada, en la cual puedas establecerte. Ven y no tardes; quédate para siempre.
Esto es lo que Tú también quieres darnos a entender cuando una y otra vez nos dices que quieres estar con nosotros.
Ya en aquel entonces caminaste con tu Pueblo Israel. Luego, no sólo enviaste a tu Hijo en medio de los hombres; sino que quisiste que Él mismo se hiciera hombre, para estar muy cerca de nosotros.
Y más aún: En tu Hijo, te nos diste como alimento; en Él estás presente en los sagrarios de nuestras Iglesias. Entonces, el mensaje que hemos de entender es que Tú quieres estar en medio de nosotros, y morar también en nuestros corazones.
En el Mensaje que le confiaste a Sor Eugenia Ravasio nos dices:
“La obra de esta Tercera Persona de mi Divinidad se realiza en silencio, y a menudo el hombre no lo percibe. Pero para Mí es un medio muy apropiado para permanecer, no solo en el Tabernáculo, sino también en el alma de todos los que están en estado de gracia, para establecer allí Mi trono y morar siempre ahí, como el verdadero Padre que ama, protege y asiste a su hijo. Nadie puede imaginar la alegría que siento cuando estoy a solas con un alma.”
Entonces, Padre, es por medio del Espíritu Santo que vienes a nosotros. Tú quieres reposar en nuestro corazón, y éste ha de convertirse en el lugar de tu descanso. Recuerdo aquí, Amado Padre, a la Virgen María. En ella reposaste, ¿no es verdad? ¿Podríamos decir que Ella fue como tu “shabbat”, tu “sábado”, el día de tu descanso?
Padre, aunque, por tu misericordia, podamos vivir en estado de gracia, nuestro corazón aún no está lo suficientemente purificado. Toda persona quiere ofrecerle a su querido huésped una casa limpia. Sobre todo las mujeres prestan mucha atención a ello. Y esto es aún más importante tratándose de prepararte una morada a Ti, nuestro Huésped divino.
Pero en tu caso es distinto: Cuando Tú nos envías al Espíritu Santo, Él purifica nuestro corazón. Y es que Tú sabes que nosotros mismos, por más que nos esforcemos, ni siquiera seríamos capaces de limpiarlo como corresponde. El pecado y sus consecuencias están demasiado arraigadas en nosotros.
Pero Tú, Padre, te encargas de todo y socorres nuestra debilidad, para que podamos recibirte aunque no seamos perfectos.
¡Así que no nos preocupemos innecesariamente! Tu Hijo nos encomendó una sola preocupación: “Buscad primero el Reino de Dios” (Mt 6,33). Esto, Amado Padre, sí que queremos prometértelo firmemente: hacer todo lo que esté en nuestras manos para que puedas morar gustosamente en nosotros.
¿Cómo te sentirás en nuestro corazón?
Esperamos no olvidarte; esperamos tener siempre presente que estás ahí y mantener un diálogo íntimo contigo. Por favor, ¡recuérdanoslo constantemente!
Sabemos que eres muy delicado con nosotros y que no te impones; sabemos que nos cortejas y luchas por nuestro amor, pero no nos obligas.
¿Qué podremos hacer para no ser tan olvidadizos? Le pediré al Espíritu Santo, nuestro Amigo divino, que me recuerde pensar en Ti.
Hazme sentir el vacío y la frialdad de mi corazón cuando te olvido, para que vuelva a entrar en mí mismo y te encuentre allí. Ahí donde Tú estás, está la verdadera paz.
Y entonces, Amado Padre, podré salir nuevamente; no para dispersarme, sino para anunciar tu paz e invitar a los hombres a abrirte su corazón de par en par.
Creo que esto te agradaría, porque Tú quieres realizar la obra de tu amor en todas las almas.