Amado Padre, en el maravilloso Mensaje que transmitiste a la Madre Eugenia Ravasio, nos cuentas cómo acompañaste a un cierto hombre durante toda su vida y lo colmaste de bendiciones. Sin embargo, aquel hombre no correspondió a tu cortejo; sino que se enredó en el pecado, ofendiéndote así constantemente. Pero Tú no cesaste de llamarlo ni de luchar por él. Poco antes de su muerte, finalmente se arrepintió de su mala vida y te invocó con el nombre de “Padre”; y Tú te alegraste de poder perdonarlo y de que esté junto a Ti en la eternidad.
Esta historia tuya, oh Padre, me tocó profundamente, y sigue conmoviéndome hasta hoy…
Asombrado y adorante, contemplo tu amor y tu misericordia, y los descubro cada vez más.
Padre, ¡estas cualidades tuyas me superan con creces! Tanto así que se me vienen a la mente los discípulos de tu Hijo, cuando, a causa de su alegría, no acababan de creer que Él verdaderamente había resucitado (cf. Lc 24,41).
Tu misericordia me da esperanza: esperanza para mí mismo, que estoy tan necesitado de ella, y esperanza para aquellos que pasan su vida en el pecado, como aquel hombre de la historia.
¿Cómo es posible que seas tan misericordioso?
¡Éste es el gran misterio de tu amor divino! Hay que descubrirlo, hay que creer en él, hay que experimentarlo, hay que imitarlo…
¡Cuán desolado y oscuro sería este mundo, si no fuera por esta esperanza en tu amor, que jamás se agota! ¡Sería un amargo anticipo del infierno!
Fue este amor el que te movió a enviarnos a tu propio Hijo (cf. Jn 3,16), a pesar de que sabías que este amor sería traicionado, azotado y burlado. Y, ¿qué hiciste Tú en vistas de esta maldad? ¡Abriste tu Corazón de par en par y dejaste que fuera herido, para que los hombres pudiesen gustar tu amor y ser salvados!
Tú estás siempre dispuesto a perdonar, con tan sólo dar nosotros un mínimo paso hacia Ti. Y este paso lo esperas, así como esperabas el retorno del hijo pródigo (cf. Lc 15,20). Tú quieres la salvación; no la desgracia. Tú quieres que todos los hombres se salven (cf. 1Tim 2,3-4), y Tú mismo pagaste el precio de rescate (cf. Mc 10,45). Esta realidad tenemos que asimilarla y permitir que penetre profundamente en nuestro corazón, para que se desvanezcan todas las falsas imágenes que aún tenemos de Ti.
Entonces, podemos tener por cierto que Tú estás siempre a la espera de los extraviados y tu Corazón está siempre abierto para nosotros. ¡Lo que a nosotros nos corresponde es acercarnos a Ti!
Pero Tú no solamente esperas; sino que has venido Tú mismo a nosotros en la Persona de tu Hijo, y luego enviaste a sus mensajeros para llamar a los hombres a la conversión y al camino de la salvación (cf. Mc 16,15-16).
Tu amor paternal ha de derretir la capa de hielo que rodea los corazones de los hombres.
Este amor tuyo sobrepasa nuestra comprensión humana; no podemos captarlo con nuestro entendimiento. Pero podemos acogerlo con el corazón, y dejarlo entrar en nosotros. Entonces, este mismo amor nos enseñará cómo es, en la medida en que podamos entenderlo en nuestra existencia terrenal.
¡Gracias, Padre, por tu misericordia!
¡Gracias por ser como eres!
¡Gracias, porque tu amor nunca se cansa de buscarnos a nosotros, los hombres!