Nosotros, los hombres, hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios (cf. Gen 1,26). Con justa razón se habla de que el corazón constituye el centro de la persona. Sólo aquellas cosas que realizamos con todo el corazón, adquieren su expresión plena e integral. Al hacer las cosas con el corazón, les imprimimos el sello de toda nuestra identidad. De este modo, actuamos y hablamos con verdadera convicción.
De los diferentes sufrimientos que podemos experimentar, aquellos que afectan el corazón son los más intensos y penetrantes. Esto se relaciona con el hecho de que el corazón es, por así decir, la ‘sede del amor’. ¡Nuestro corazón está sediento de amor! Su felicidad consiste en recibir y donar amor. Cuando el amor se apaga, en cambio, el corazón queda frío y vacío. Puede o bien estar abierto de par en par a Dios y a las personas; o cerrarse rotundamente a Dios y a las personas.
Nuestro corazón es muy sensible y reacciona con finura ante el bien y el mal. En efecto, de él mismo procede también el bien y el mal, como Jesús nos enseña (cf. Mt 15,19). Nosotros podemos decidir qué es lo que permitimos que habite en nuestro corazón, y frente a qué o a quién lo cerramos. También debemos aprender a llevar ante Dios todo lo oscuro que descubrimos en nuestro corazón, para que Él lo toque y lo transforme con su amor.
En el camino espiritual, se habla de la “conversión del corazón”, cuya meta es que sirvamos a Dios de buena gana y sin titubear, y nos adhiramos a Él en un amor verdadero y, por tanto, duradero.
Sabemos que, al ser consultado por un escriba, Jesús sintetizó todos los mandamientos en éste: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas”; y “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Mc 12,30-31).
Entonces, si descubrimos en nuestro corazón cosas que no corresponden a estos principales mandamientos, nuestra mirada ha de volverse a Dios, a cuya imagen fuimos creados.
También Dios tiene un corazón, pues Él mismo es el amor. Todo lo que Él hace brota de este amor y está impregnado por él. Desde el momento de nuestra creación, cuando fuimos llamados a la existencia a partir del amoroso proyecto de Dios, la motivación de todo fue el amor.
Entonces, si el amor divino es la razón de nuestra existencia, ¡cuánto anhelará el corazón de Dios unirse a su criatura!, ¡cuánto anhelará que acojamos y recibamos su amor!
El Corazón de Dios no conoce la oscuridad. Jamás se separa del amor, que es su esencia más íntima. Si rechazamos su amor, Él permanece fiel, pues no puede negarse a sí mismo (cf. 2Tim 2,13). A través de expresiones humanas, Él nos da a entender una y otra vez cuánto nos ama, cuánto sufre por su pueblo, que una y otra vez está en peligro de apartarse de Él, su Padre y Creador. Con las más tiernas palabras, Él quiere hacernos comprender que su Corazón está abierto para nosotros y que le duele tanto que rechacemos su amor.
Dios no necesita nuestro amor, pues Él posee la plenitud en Sí mismo. Y precisamente por eso su amor es tanto más verdadero, pues está exento de cualquier interés personal. Su Corazón es puro, libre de toda mancha o imperfección. Y está sediento de nuestro amor, para podernos conceder la plenitud de su riqueza, pues sólo al corresponder a su amor podrá hacerse realidad todo lo que Dios tiene preparado para nosotros.