Conocerte, oh Padre, es la vida; la verdadera vida; la vida eterna…
En efecto, es esto lo que siempre buscamos… Constantemente estamos a la mira de algo que nos llene, que nos haga felices –según nuestro concepto de felicidad–; de algo que perdure… Pero, ¿puede acaso haber verdadera felicidad sin Ti?
¡Imposible! Y no pocas veces tenemos que experimentarlo con dolor, cuando las ilusiones se disipan y dejan el corazón herido o incluso roto.
Sabiamente lo has dispuesto así, Amado Padre, aunque pueda dolernos. Pero es que nosotros nos desviamos tan fácilmente y ambicionamos los bienes pasajeros, como si pudiésemos poseerlos para siempre. Cuando nos encontramos en tales rumbos, vivimos en un engaño, y allí no hay vida. El engaño nos mantiene cautivos y nos impide el camino a la vida. Entonces, será mejor despertar con dolor que seguir soñando envueltos en una mentira.
Cuando nos encontramos contigo, resuenan estas palabras:
“Mirad qué amor tan grande nos ha mostrado el Padre: que nos llamemos hijos de Dios, ¡y lo somos!” (1Jn 3,1).
Nos encontramos contigo y Tú nos invitas a descubrir el gran amor de nuestra vida; un amor que nunca se acaba; un amor que no vacila; un amor que permanece en el tiempo y en la eternidad… ¡Ésta es, Amado Padre, la verdadera vida!
Y una vez que hemos abierto los ojos, te conocemos cada vez mejor y quedamos atónitos ante tu incomprensible amor por nosotros, a quienes llamas hijos tuyos.
Vivir como hijo tuyo significa que cada uno de mis días está inscrito en tu libro (Sal 139,16); significa vivir despreocupado, soltando finalmente toda tensión y siendo verdaderamente libre, porque Tú eres mi Padre y piensas en mí.
¿Sabes, Padre? En realidad, esto es lo que realmente busco:
A alguien, que me ame de verdad;
a alguien, que siempre esté conmigo;
a alguien que me indique el camino;
a alguien a quien nunca más podré perder;
a alguien que me corrija cuando me equivoco…
Amado Padre: San Agustín te buscó hasta que te dejaste encontrar por él: “Tarde te amé, belleza siempre antigua y siempre nueva, tarde te amé” –escribió entonces lleno de gratitud, habiendo hallado en Ti la verdadera vida.
Tú sabes, Padre, que aún hay tantos que no te conocen realmente. No saben que Tú eres su Creador, ni que eres su Padre.
¡Pero Tú quieres que te conozcan y reconozcan tu bondad de Padre! ¡Quieres que todos los hombres vivan en la seguridad de Tu amor!
¿Qué podemos hacer nosotros?
¿Sabes, Padre? Simplemente les hablaremos de Ti, directa o indirectamente, de todas las maneras posibles…
Concédenos la plenitud de tu Espíritu, para que podamos anunciarte así como Tú eres en verdad, y demos a conocer el amor que nos has mostrado en tu Hijo.
¡Los hombres están tan necesitados de Ti, y Tú anhelas tanto poder darles tu amor! A través de tu Hijo, has abierto el camino.
Entonces, ¿qué es lo que lo bloquea y se interpone, cuando debería ser tan fácil llegar a Ti?
¡Oh, claro! Es la cizaña que el enemigo siembra en la tierra buena para destruirla (cf. Mt 13,24-30). Y corresponde a la ley del verdadero amor el necesitar una respuesta libre y no emplear violencia. Una capa de hielo se ha formado alrededor del corazón de los hombres; la niebla del error los confunde; y tantos otros obstáculos…
Pero Tú, Padre, no te rindes ni dejas de buscar a tus hijos. ¡Tampoco nosotros queremos rendirnos! ¡Permítenos emprender la búsqueda junto a Ti!