A Ti, Padre Celestial, nos encomendamos enteramente y sin reservas, pues Tú eres nuestro amado y amantísimo Padre.
Coloco estas palabras como inicio de la novena a Dios Padre que hoy iniciamos, porque es así como nosotros, los hombres, deberíamos vivir.
Si lo haríamos realidad, Amado Padre, ¡cuán distintas serían las cosas! Los hombres despertaríamos a la realidad, y Tú, Amado Padre, podrías concedernos todo aquello que has previsto para nosotros. Tu Corazón podría reposar en el nuestro y nosotros, ofrecerte una morada.
¿Dónde están los impedimentos para que esto suceda?
El problema no viene de parte Tuya, Padre, pues Tú velas sobre nosotros de día y de noche (cf. Sal 139,5.11-12) y nos llamas por nuestro nombre para que te escuchemos. “Te he llamado por tu nombre; eres mío” –nos dices Tú a través de la Escritura (Is 43,1).
¿Dónde está, entonces, el impedimento?
¡Ciertamente aún no te conocemos bien! Pues si te conociéramos, entonces te amaríamos, y lo haríamos con todo nuestro corazón; y nos acercaríamos a Ti llenos de confianza. Y si tuviésemos esta confianza, se desvanecerían todas las falsas imágenes que tenemos de Ti; desaparecerían todos los miedos, todas las reservas, aquella reverencia servil, que entristece Tu corazón; se disiparía la niebla. Entonces empezaríamos a ver. Y ¿qué descubriríamos? Un Padre, lleno de ternura y amor, que nos dice: “Ven, hijo mío, acércate, te estoy esperando.”
Así que Tú, Padre, eres muy distinto a lo que veo sólo borrosamente. Estás mucho más cerca de mí de lo que podría imaginar:
“¿Acaso olvida una madre a su niño, sin compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues aunque ella lo olvidase, yo jamás te olvidaría” (Is 49,15).
¡Así eres Tú entonces!
Y si eres así, ¿por qué no simplemente me arrojo a tus brazos? ¿Por qué sigo queriendo asegurar yo mismo mi vida todo el tiempo? ¿Por qué sigo buscando falsas seguridades? ¿Por qué?
Es extraño, porque sé que nada perdura realmente si no viene de Ti. Esto es lo que me enseña el “libro de la vida”.
¿Por qué, entonces, aún dudo en entregarme enteramente a Ti?
¿Sabes qué, Amado Padre? ¡Mejor dejaré de darle vueltas al asunto! Simplemente vengo a Ti y te declaro mi amor, pues Tú eres mi Padre.