Est 4, 17k.17l-m.17r-t
En aquellos días, la reina Ester, temiendo el peligro inminente, acudió al Señor y rezó así al Señor, Dios de Israel: “Señor mío, único rey nuestro. Protégeme, que estoy sola y no tengo otro defensor fuera de ti, pues yo misma me he expuesto al peligro. Desde mi infancia oí, en el seno de mi familia, cómo tú, Señor, escogiste a Israel entre las naciones, a nuestros padres entre todos sus antepasados, para ser tu heredad perpetua; y les cumpliste lo que habías prometido.
“Atiende, Señor, muéstrate a nosotros en la tribulación, y dame valor, Señor, rey de los dioses y señor de poderosos. Pon en mi boca un discurso acertado cuando tenga que hablar al león; haz que cambie y aborrezca a nuestro enemigo, para que perezca con todos sus cómplices. ¡Señor mío, nuestro Rey, tú eres el Único! Ven a socorrerme, porque estoy sola, no tengo otra ayuda fuera de ti.”
Para entender mejor esta oración de la reina Ester, conviene que sepamos algo del contexto de su historia.
Ester era una niña judía, huérfana de padre y madre (Est 2,7). Vivía con su tío Mardoqueo en el palacio de Asuero, el rey persa, que había llegado al poder en el año 483 a.C. Los acontecimientos descritos en este libro bíblico habrán tenido lugar entre los años 483 y 473 a.C. Cuando el rey Asuero estaba en busca de una nueva mujer, después de haber rechazado a la anterior reina, se encontró con Ester. Desde el inicio, ella halló gracia y favor ante el rey, de modo que él la eligió como reina (2,17). Ester había ocultado su origen judío (v. 19).
Al mismo tiempo, hubo un hombre en la corte, llamado Amán, que también gozó de un meteórico ascenso. El rey lo elevó por encima de todos los dignatarios, y todos tenían que doblar la rodilla ante él (3,1-2). Sólo hubo un hombre que no se postraba ante Amán: era Mardoqueo, el tío de Ester. Como judío creyente, se negaba a rendir adoración a un hombre. Esto enfureció tanto a Amán que convenció al rey de publicar un decreto para exterminar a todos los judíos en un solo día (3,8-11). El edicto fue escrito y enviado apresuradamente a las 127 provincias del rey (3,14-15). Esto causó profunda consternación entre los judíos (4,3). El rey Asuero había firmado el decreto sin saber que también Ester era judía.
Mardoqueo animó a su sobrina Ester a interceder por su pueblo ante el rey (4,8). Para él, era providencia de Dios que precisamente en aquella situación Ester ocupara una posición tan alta. Le dice: “Quién sabe si, tal vez, en vista de una circunstancia como ésta, tú llegaste a ser reina” (4,14).
Sin embargo, buscar al rey por propia iniciativa era un asunto de vida o muerte, porque normalmente la reina solamente podía presentarse ante el rey si él la llamaba (4,11). Pero Ester estaba dispuesta a arriesgar su vida por su pueblo, y pidió a todos los judíos de aquella ciudad que orasen y ayunasen por ella. Le dice a Mardoqueo: “Vete a reunir a todos los judíos que hay en Susa y ayunad por mí. No comáis ni bebáis durante tres días y tres noches. También yo y mis siervas ayunaremos. Y así, a pesar de la ley, me presentaré ante el rey. Y, si tengo que morir, moriré.” (4,16).
Este es el trasfondo de la conmovedora oración de esta valiente mujer, que hemos escuchado en la lectura de hoy.
En efecto, como dice el título de la meditación, Ester no tenía a nadie. Ciertamente podía contar con las oraciones y el ayuno de su pueblo. Pero, en el momento de presentarse ante el rey, estaría sola, muy consciente de estar actuando contra la estricta ley de los persas. Lo que le movía era la desgracia que amenazaba a su pueblo. Así, siguiendo el consejo de su tío, asumió una responsabilidad que también le venía de su alta posición en la corte.
Una y otra vez, vemos en la Sagrada Escritura personas que están dispuestas a defender a otras, aun a precio de su propia vida. En todas ellas, se refleja el acto de Jesús en la Cruz, dando Su vida para redimir a toda la humanidad.
Ester cobra conciencia de una realidad que todos tendremos que aprender, a más tardar, en la hora de nuestra muerte –pero mucho mejor si lo hacemos antes: “Estoy sola, no tengo otra ayuda fuera de ti.”
Esta realidad no debería ser deprimente, aunque al principio parezca quitarnos todo tipo de seguridades terrenales. Es esencial reconocerlo, porque sólo entonces despertaremos a la verdadera seguridad en Dios. El paso de Ester fue valiente; pero también seguro. En efecto, ¿qué hubiera podido pasarle? Aunque el rey la hubiese castigado o incluso matado, siempre habría estado en las manos de Dios, sabiendo que hacía lo correcto. A partir de esta entrega de su vida a Dios y la confianza plena en Él, ella puede decir: “Si tengo que morir, moriré.”
Ahora bien, no va en contra de nuestro honor si tenemos miedo a la muerte o a un camino de sufrimiento. Nuestro Señor mismo nos lo mostró en Getsemaní (cf. Mt 26,37-44). También Ester tenía miedo a la muerte (Est 5,1b). Pero la confianza en Dios y el amor a su pueblo fueron más fuertes, y el Señor escuchó su oración suplicante.
La historia tuvo un buen desenlace para Ester y para los judíos (Cap. 5-8). El pueblo se salvó de la aniquilación; mientras que Amán, el enemigo de los judíos, fue entregado a la justicia. Valdría la pena leer completo el libro de Ester en la Biblia. ¡Es una historia realmente conmovedora!
A la hora de la verdad, no tenemos a nadie más que a Dios. ¡Pero con Él, lo tenemos todo! Esto debemos entenderlo bien en tiempos de creciente oscuridad anticristiana, cuando las seguridades habituales desaparecen.
¡Sólo Dios basta! Todo lo demás, Él nos lo da por añadidura (cf. Mt 6,33).