Jn 7,1-2.10.25-30
Jesús recorría la Galilea; no quería transitar por Judea porque los judíos intentaban matarlo. Se acercaba la fiesta judía de las Chozas. Sin embargo, cuando sus hermanos subieron para la fiesta, también él subió, pero en secreto, sin hacerse ver. Algunos de Jerusalén decían: “¿No es éste aquel a quien querían matar? ¡Y miren cómo habla abiertamente y nadie le dice nada! ¿Habrán reconocido las autoridades que es verdaderamente el Mesías? Pero nosotros sabemos de dónde es éste; en cambio, cuando venga el Mesías, nadie sabrá de dónde es”.
Entonces Jesús, que enseñaba en el Templo, exclamó: “¿Así que ustedes me conocen y saben de dónde soy? Sin embargo, yo no vine por mi propia cuenta; pero el que me envió dice la verdad, y ustedes no lo conocen. Yo sí lo conozco, porque vengo de él y es él el que me envió”. Entonces quisieron detenerlo, pero nadie puso las manos sobre él, porque todavía no había llegado su hora.
Todavía no había llegado la hora del Señor, por eso sus adversarios no pudieron detenerlo.
Esta frase con la que culmina el evangelio de hoy, nos muestra con toda claridad que era Dios quien había determinado el tiempo en que Jesús sería entregado a su pasión. El Señor no estuvo simplemente sometido a la marcha de los acontecimientos, no estuvo indefenso ante ellos; sino que todo lo que hacía, sucedía en la voluntad de Dios y con plena consciencia. No fueron los poderes de la oscuridad quienes determinaron el momento y las circunstancias; sino que todo estaba y está en manos de Dios.
En el Señor, podemos adquirir un cierto dominio sobre situaciones en las que normalmente nos sentiríamos expuestos e indefensos. Tomemos, por ejemplo, un sufrimiento. ¡Cuánto terreno puede ganar en nuestra vida! Este sufrimiento puede influir sobremanera en nuestra existencia, y, de alguna manera, estamos sometidos a su dominio. Pero si le entregamos a Dios este sufrimiento, aceptándolo por ejemplo como sacrificio, entonces experimenta una transformación desde su interior. Ya no es el sufrimiento quien ejerce su soberanía; sino que podemos constatar cómo Dios se vale de él para formarnos.
Varias veces he comprobado, en el acompañamiento espiritual, cómo las heridas interiores que la vida había marcado en las personas, habían quedado como sometidas al dominio de un espíritu malo. Este espíritu, por su parte, se encargaba de torturar a la persona con sus heridas, hasta el momento en que ella le entregó su sufrimiento interior a Dios, y pudo reconocer que el Señor está por encima de su sufrimiento.
Lo que hemos dicho en este ejemplo sobre el sufrimiento, se puede aplicar también para otras situaciones en las que nos podamos encontrar, como persecuciones, calumnias, miedos, etc.
Tengamos cuidado de no dejarnos vencer por la negatividad de las situaciones. Por el contrario, aprendamos a ver que cada circunstancia está en manos de Dios, aunque todo a nuestro alrededor esté oscuro.
Tal vez podemos comprender la importancia de que aprendamos a aceptar de manos del Señor también aquellas horas difíciles, y a no dejarnos someter en ellas por nosotros mismos o por otras fuerzas, o a sentirnos solamente expuestos e indefensos ante ellas.
Se trata de un acto que realizamos con el espíritu, aunque nuestros sentimientos vayan en dirección totalmente opuesta, como había explicado en la meditación anterior. ¡Es mi espíritu el que puede dar este paso!
Jesús se había convertido más y más en el foco de atención de la sociedad de ese tiempo. Las personas incluso sabían que se tramaba su muerte. Pero Él no se dejaba intimida; sino que seguía anunciando la verdad, diciendo quién era, de dónde venía y quién lo había enviado.
Ningún temor puede detenernos si tenemos un encargo que cumplir. Nada de lo que puede sucedernos y amenazarnos sucede sin el conocimiento de Dios. ¡Todo está integrado en el plan del Señor! Los poderes de la oscuridad se presentan como si fueran omnipotentes, pero en realidad no lo son.
Es el Señor quien determina nuestra hora, y si nos aferramos a Él en la fe, podemos estar seguros de que nada ni nadie puede separarnos del amor de Cristo (cf. Rom 8,35-39)
Pongamos nuestra hora en las manos del Señor, y no la movamos de ahí, sin importar lo que nos sobrevenga.