“Coloca, Señor, una guardia en mi boca, un centinela a la puerta de mis labios; no dejes inclinarse mi corazón a la maldad” (Sal 140,3-4a).
La lengua es “un mundo de iniquidad” (St 3,6) y de nuestro corazón procede el mal (cf. Mt 15,19). Así nos lo dice la Sagrada Escritura, con su incomparable sobriedad y sin rodeos. “¿Quién se da cuenta de sus yerros?” (Sal 18,13).
Nuestro Padre, que nos hace ver todo esto, también viene en nuestra ayuda. Así, no estamos simplemente a merced de la maldad de nuestro corazón, sino que podemos pedirle al Señor que coloque una “guardia” ante él.
¿Qué mejor guardia que el Espíritu Santo, el amor entre el Padre y el Hijo derramado en nuestros corazones (Rom 5,5)? El corazón malo y la lengua inflamada por él son contrarios al amor. Más aún, son testigos de la lejanía de Dios en la que nos encontramos interiormente. Por eso, es el Espíritu Santo, la Tercera Persona de la Santísima Trinidad, quien contrarresta el mal en nosotros. Si estamos en peligro de inclinarnos a la maldad, es Él quien nos advierte. También es Él, nuestro Amigo divino, quien trae a nuestra memoria al Señor y nos llama a que nuestros pensamientos y palabras glorifiquen a Dios. Y es Él quien puede sanar las heridas del mal.
Además de nuestra voluntad, necesitamos sobre todo la gracia de Dios para ser transformados. Nuestras palabras han de brotar de un corazón puro; palabras que no hieran a los demás, sino que los fortalezcan, edifiquen y reconforten.
Este corazón puro quiere darnos nuestro Padre. Es Él mismo quien nos lo da: “Yo os daré un corazón nuevo” (Ez 36,26); pero, al mismo tiempo, nos llama a cooperar: “Haceos un corazón nuevo” (Ez 18,31).
Que el verso del salmo que hoy hemos meditado nos mueva a dirigirnos al Señor para implorarle que nos conceda un corazón puro; y, al mismo tiempo, a hacer nuestra parte, vigilando sobre nuestro corazón y nuestras palabras.