Jn 14,1-6
Jesús dijo a sus discípulos: “No se turbe vuestro corazón. Creéis en Dios: creed también en mí. En la casa de mi Padre hay muchas moradas; si no, no os habría dicho que voy a prepararos un lugar. Y cuando haya ido y os haya preparado un lugar, volveré y os tomaré conmigo, para que donde esté yo estéis también vosotros. Y ya sabéis el camino adonde yo voy.” Le dijo Tomás: “Señor, no sabemos adónde vas; ¿cómo podemos saber el camino?” Respondió Jesús: “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por mí.”
“Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por mí.” ¡Ésta es la palabra decisiva del Señor, en la cual debe orientarse todo!
Por supuesto que es necesario entender correctamente esta frase, porque no significa que toda persona que no haya conocido el mensaje de la salvación y, en consecuencia, tampoco haya tenido un encuentro con Jesús, esté necesariamente condenada. ¡Dios sabrá cómo juzgar cada situación justamente! Pero esto de ningún modo puede reducir nuestro celo; sino más bien acrecentar nuestra gratitud para con Dios.
La seria pregunta que debemos plantearnos es si verdaderamente hemos interiorizado el impulso que trae consigo esta palabra del Señor: Se trata de que al que busca, le señalemos el camino a Jesús; al que pregunta por la verdad, le anunciemos al Señor; y al que tiene sed de vida, le mostremos la fuente.
¿Cómo podremos evitar que decaigan nuestros esfuerzos en pro de la evangelización?
En primer lugar, es importante que profundicemos más y más en el hecho de que la misión es un encargo, y no una cuestión de gustos o una decisión personal. Transmitir la Palabra significa dar vida, porque “no sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios” (Mt 4,4).
Sin caer en escrúpulos o en una especie de “estrés de evangelización”, debemos estar conscientes de que, en cierto nivel, el anuncio es una medida para salvar vidas. La vida divina ha de despertar, habitar y ser preservada en el hombre. El “despertar” de la vida divina sería, por así decir, la primera evangelización, la siembra de la Palabra, el ir en busca de aquellos que no conocen la vida y están aún en sombra de muerte. Después, para que la vida divina habite en el hombre que la ha hallado, hay que ayudarle a cultivarla para que pueda crecer. Finalmente, preservar la vida divina significa protegerla de todo ataque, tanto de fuera como de dentro, y aferrarse a la fe.
Resulta relativamente fácil llegar a alguien que ya se ha puesto en camino en busca de Dios, para darle aquello que ansía. En cambio, es mucho más difícil encontrar a los que se muestran o son indiferentes frente a Dios. Parecería que todo lo que uno diga o haga se hunde en un mar de indiferencia. En estas circunstancias, puede suceder que uno se desanime en el testimonio de la fe.
Pero en este último caso debe activarse de forma especial la fe. ¡Nada de lo que hagamos por la salvación de nuestro prójimo es en vano! Cada oración, cada esfuerzo, cada vencimiento del desánimo o la desesperanza en relación a aquellos por quienes intercedemos ante Dios… Padres que luchan por sus hijos que andan por caminos equivocados; y hoy en día a veces hay que mencionar también a los niños y jóvenes que tienen que ver cómo sus padres van en la dirección equivocada…
En el Reino de Dios, nada de lo que se hace por amor sucede en vano. Y cuando ya no veamos más caminos, confiemos la situación a la Madre de Dios. Ella conoce caminos que nosotros no vemos, para llegar a los corazones de los hombres.
¡Nunca nos dejemos llevar por el desánimo! ¡Hay que combatirlo incluso como una tentación demoníaca!
Tampoco nos dejemos confundir si en la Iglesia decrece el impulso de la evangelización, si el diálogo sirve más para la mediación entre naciones que para la misión, si los esfuerzos ecuménicos no están fundamentados en la verdad plena y se corre el riesgo de relativizar aquella palabra del Señor: “Yo soy el camino, la verdad y la vida”.
¡Estamos comprometidos con el encargo del Señor! ¡Él es nuestra orientación! Y si un día tenemos la dicha de llegar a la morada eterna, ojalá Él pueda decirnos: “Entra en la casa del Padre” (cf. Mt 25,34).
Y si el Señor vuelve antes, ¡que nos encuentre trabajando en Su viña! ¡Eso le agradará!