1Jn 2,12-17
Os escribo a vosotros, hijos, porque por su nombre se os han perdonado los pecados. Os escribo a vosotros, padres, porque habéis conocido al que existe desde el principio. Os escribo a vosotros, jóvenes, porque habéis vencido al Maligno. Os he escrito a vosotros, niños, porque habéis conocido al Padre. Os he escrito a vosotros, padres, porque habéis conocido al que existe desde el principio. Os he escrito a vosotros, jóvenes, porque sois fuertes, y la palabra de Dios permanece en vosotros. No améis al mundo ni lo que hay en el mundo. Si alguno ama al mundo, el amor del Padre no está en él. Porque todo lo que hay en el mundo -la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y la arrogancia de los bienes terrenos- no procede del Padre, sino del mundo. Y el mundo es pasajero, y también sus concupiscencias; pero quien cumple la voluntad de Dios permanece para siempre.
El pasaje de hoy se dirige a aquellos que han encontrado la fe: hijos, padres, jóvenes. El Apóstol les anima a continuar su camino. Han recibido el perdón de sus pecados y, por tanto, se les han abierto las puertas del Reino de los Cielos. Han conocido a Dios tal y como es, el que existe desde el principio; han vencido al Maligno y la palabra de Dios permanece en ellos. Gracias a la verdadera fe, han escapado de la «red del cazador» (cf. Sal 124,7) y están equipados para recorrer su camino en esta vida.
Pero aún no todo está consumado. La fe que han recibido y abrazado como un don debe demostrar ahora su valía. Por eso san Juan les exhorta: «No améis al mundo ni lo que hay en él».
¿Qué significa esto? Jesús mismo nos da una explicación más detallada en su plegaria al Padre: “Yo les he dado tu palabra, y el mundo los ha odiado porque no son del mundo, lo mismo que yo no soy del mundo. No pido que los saques del mundo, sino que los guardes del Maligno. No son del mundo lo mismo que yo no soy del mundo” (Jn 17,14-16).
Los discípulos del Señor —y este término incluye a todos los que le seguimos— pertenecemos a Cristo. Él es nuestro Señor y en todo nos guiamos por su ejemplo. Por eso no somos del mundo, porque dejamos de pensar como el mundo y de regirnos por sus criterios cuando estos contradicen la enseñanza de Jesús. El pasaje de hoy nos muestra claramente el estado del mundo alejado de Dios: “Porque todo lo que hay en el mundo -la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y la arrogancia de los bienes terrenos- no procede del Padre, sino del mundo.”
En lugar de ceder a las apetencias de la carne y dejarnos esclavizar por ellas, estamos llamados a combatirlas y vencerlas. En lugar de desear con los ojos cosas que no son para nosotros, la castidad espiritual nos exhorta a refrenar nuestra mirada y su concupiscencia de todas las maneras posibles. En lugar de enorgullecernos de nuestras posesiones y querer ganar con ellas prestigio ante los hombres, estamos llamados a compartir.
San Pablo nos da un buen consejo al respecto: “Mientras tengamos comida y vestido, estemos contentos con eso” (1Tim 6,8). Si queremos aplicarlo a nuestra vida, significa que debemos darnos por satisfechos con lo básico y no aspirar a lujos y riquezas, que pueden convertirse fácilmente en una tentación. Quien piense que tiene que enriquecerse primero para poder compartir con los pobres no ha entendido algo esencial.
Es una contradicción considerarnos cristianos y, al mismo tiempo, amar al mundo, aspirar a los bienes que ofrece y adoptar su forma de pensar y actuar, a menudo tan alejada de Dios. En tal caso, seguimos amando al mundo y la primera Carta de San Juan nos dice claramente que entonces el amor del Padre no está en nosotros.
Nuestra tarea es vencer al mundo con la fuerza del Señor, movernos en él sin caer bajo su influencia negativa o, incluso, alejarnos completamente de él si Dios nos llama a una vida de intenso seguimiento.
El pasaje de hoy nos da una razón muy clara: “El mundo es pasajero, y también sus concupiscencias; pero quien cumple la voluntad de Dios permanece para siempre.”
¡El mundo es pasajero! Es solo un paso hacia la eternidad. Si nos instalamos en él, si lo amamos y adoptamos sus costumbres, habremos perdido de vista la meta de nuestra peregrinación terrenal. Es como si uno se sentara en un tren y, en lugar de estar atento para no perderse la última parada, se acomodara y se contentara con viajar.
Si, en cambio, cumplimos la voluntad de Dios, nos preparamos día a día para la «última estación», para no perdérnosla y estar listos para encontrarnos cara a cara con el Señor.
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Meditación sobre el evangelio del día: https://es.elijamission.net/la-necesidad-de-la-fe-2/