«Quien ora ciertamente se salva, quien no ora ciertamente se condena» (San Alfonso María de Ligorio).
Los maestros de la vida espiritual no se cansan de insistir en la importancia de la oración. Es el «gran diálogo con Dios», como lo llama santa Teresa de Ávila. En la frase de hoy, san Alfonso nos la recomienda vivamente y llega a asegurar que si no oramos, nos condenamos. Él sabe muy bien que, una vez que se descuida la oración —lo cual ya es una tentación en sí mismo—, llegarán todo tipo de tentaciones y nos resultará cada vez más difícil oponerles resistencia.
Al principio, puede parecer que no tiene mayor consecuencia, pero uno se va acostumbrando a rezar menos. Quizás sustituya los tiempos de oración por otras actividades y lo justifique con ello, ¡pero ahí ya reside el engaño! Si se disminuye deliberadamente la oración hasta el punto de que quede reducida a un mero goteo en nuestra vida, en algún momento terminaremos abandonándola por completo. Entonces se corta la relación viva con Dios, con quien hablamos en la oración. En consecuencia, Él ya no puede comunicarnos debidamente su gracia y todo lo que necesitamos para el despliegue de nuestra vida espiritual.
Quizá en una primera etapa aún tengamos reservas del aceite que habíamos acumulado anteriormente con la oración, pero éstas se agotarán y, cuando llegue el Esposo, no estaremos preparados.
Si analizamos por qué se abandona la vocación religiosa, en muchos casos encontraremos que se descuidó la oración y no se prestó atención a las normas.
Por tanto, debemos escuchar atentamente la exhortación de san Alfonso en sus dos sentidos: mientras oremos, estaremos a salvo en el camino de la salvación; si dejamos de orar, incluso correremos el grave peligro de condenarnos para siempre.
