Jer 11,18-20
Yahvé me lo hizo saber, y así lo supe. Entonces me descubriste, Yahvé, sus intrigas. ¡Y yo que estaba como cordero manso llevado al matadero, sin saber que intrigaban contra mí! “Destruyamos al árbol en su vigor; borrémoslo de la tierra de los vivos, y su nombre no vuelva a mentarse.” ¡Oh Yahvé Sebaot, juez de lo justo, que escrutas los riñones y el corazón!, vea yo tu venganza contra ellos, porque a ti he manifestado mi causa.
El odio y la malicia, tal vez también entremezclados con miedo, pueden llegar hasta el punto en que ya no basta con matar a la otra persona; sino que se quiere borrar de la faz de la Tierra todo rastro de su existencia y exterminar para siempre su testimonio.
La lectura que hoy hemos escuchado me recuerda a la historia de Santa Juana de Arco. Esta santa fue condenada a muerte por un tribunal eclesiástico, incitado por los ingleses, bajo la acusación de brujería. Cuando fue entregada al poder civil para la ejecución de la pena de muerte, a los ingleses no les bastó con humillarla públicamente, quemándola en la plaza del mercado de Rouen; sino que tomaron su ceniza, junto con su corazón, que no se había quemado en las llamas, y los arrojaron en el río Sena. Querían aniquilar todo de ella, porque a través de ella Dios había llevado al rey legítimo de Francia a su coronación, y a través de ella había vencido en la guerra a los ingleses.
Pero nada se escapa de la memoria de Dios; ante Él todo está desvelado. Por más que rabie el odio diabólicamente instigado, Dios juzgará.
El profeta Jeremías, que era como un cordero manso, se convirtió en el blanco de un odio tan grande, porque no adaptaba su mensaje a las expectativas de los hombres; sino que cumplía el encargo de Dios. Esta situación fue difícil para el profeta, porque la oposición procedía incluso de su propia familia; pero él permaneció fiel a su misión.
Después de la venida de Jesús, normalmente ya no diríamos que queremos ver la venganza de Dios contra nuestros enemigos, como se expresa el profeta Jeremías en este texto. El concepto de la ‘venganza de Dios’ se ha vuelto ajeno para nosotros, desde que el Señor nos encargó orar por nuestros enemigos (cf. Mt 5,44) y nos dio la gracia para hacerlo. Pero sí podemos hablar de que Dios aplica justicia en situaciones parecidas a la de Jeremías. Entonces, si nos vemos confrontados a una realidad semejante, podemos, por un lado, pedir justicia; y, al mismo tiempo, orar por la conversión de aquellos que ejercen violencia injusta.
Jeremías, en su inocencia, tuvo que comprobar que existía el mal, y que éste se dirigía también contra él. No debemos confundir la inocencia con la ingenuidad. La inocencia es una actitud que no conoce el mal, porque en el propio corazón no hay tal grado de malicia. Del santo Cura de Ars, por ejemplo, se dice que sólo por el confesionario se enteró de la existencia de los pecados más graves. Entonces, la inocencia brota de un corazón bastante puro. En el caso de Jeremías, el Señor mismo le permitió descubrir las malas intenciones de sus adversarios.
La ingenuidad, en cambio, es una forma de ceguera, que no se da cuenta de que existe el mal. Por eso, el ingenuo no está bien despierto, y, de alguna forma, permanece en una vida un tanto ilusoria.
Para nuestra vida espiritual es importante que, por una parte, no seamos desconfiados frente a las otras personas, pues esta actitud tiene consecuencias desastrosas y va cerrando más y más nuestro corazón. Pero, por otra parte, tampoco podemos estar ciegos frente al mal que nos rodea. Con esta actitud ingenua, no seríamos capaces de medir correctamente las situaciones y, por tanto, nuestra reacción ante lo que viene puede ser la equivocada.
El Señor sabía lo que había en el hombre, y por eso pudo enfrentarse de forma apropiada a las situaciones que le esperaban. Precisamente esto debemos aprender de Él: Sin cerrar el corazón, estar conscientes de los peligros que nos rodean.
En este aspecto, el conocimiento de sí mismo será una gran ayuda, porque cuanto más nos conozcamos a nosotros, tanto más conscientes estaremos de todo lo oscuro que hay en el corazón del hombre y sabremos con cuánta facilidad brotan de ahí las malas acciones.