Apenas habías llegado al mundo, oh Divino Niño, cuando Tus padres tuvieron que huir contigo a Egipto. Es admirable la obediencia de Tu padre adoptivo, San José, al partir de inmediato en cuanto hubo recibido esta orden en un sueño (Mt 2,13-14).
El esfuerzo, las fatigas y adversidades, el sufrimiento y la muerte caracterizan este mundo como consecuencia del pecado, y estaríamos para siempre perdidos si no fuera porque Tú viniste a nosotros y nos trajiste la luz de la esperanza.
Así, ya desde niño Tú cargas sobre Ti mismo todo lo que nosotros, los hombres, tenemos que sobrellevar a consecuencia del pecado.
¿Sabes, Amado Jesús? Cuando meditamos sobre el sufrimiento que Tú soportaste hasta Tu muerte, nuestro amor a Ti se vuelve aún más grande.
Entonces comprendemos mucho mejor hasta qué punto te movía el amor al Padre, para no escatimar ningún esfuerzo por salvarnos de la oscuridad. Esto será para nosotros fuente de constante gratitud por toda la eternidad, y ya aquí, en nuestra vida terrenal, una enorme dicha.
Sólo pocos te habrán comprendido en Tu sufrimiento. Ciertamente Tu Madre supo hacerlo, pues también Ella dio su “sí” a la Voluntad del Padre aun en el dolor.
Cuando sufrimos siempre podemos acudir a Ti, y Tú nos enseñarás a sobrellevar la cruz por amor, así como lo hiciste Tú. Entonces el sufrimiento será transformado desde dentro y nos ennoblecerá.
Amado Niño, si incluso en el sufrimiento y en la muerte estoy a salvo en Ti; si Tú has venido a perdonar y aniquilar los pecados, ¿qué más puede sucederme? ¡Nada podrá arrebatarme de Tu amor, mientras yo te permanezca fiel! (Rom 8,35-39)
Tú eres nuestro Redentor y Salvador, a quien habíamos esperado. Y ahora estás aquí como Niño Divino.