“Me refugio a la sombra de tus alas mientras pasa la calamidad” (Sal 56,2).
Puede acontecer en nuestra vida que nuestro Padre Celestial permita situaciones que difícilmente podemos cambiar con nuestros propios esfuerzos, y nos sentimos impotentes, como a merced de ellas.
Recordemos que Jesús mismo evadió ciertas situaciones y se escondió. Ciertamente no es una reacción determinada por un miedo abrumador, sino por una sabia apreciación de la situación.
En efecto, si interiorizamos las palabras del salmo, no hay situaciones sin salida, aunque nos parezcan así, porque siempre podemos refugiarnos en nuestro Padre, a la sombra de sus alas. Allí, en la intimidad con Él, podemos exponerle toda nuestra inquietud y preocupación, los peligros que nos acechan –ya sean reales o temidos–, la imposibilidad de cambiar por nosotros mismos la situación e incluso la impotencia que podamos sentir.
Nuestro Padre nos cobijará bajo sus alas y cuidará de nosotros. En Él siempre estamos a salvo, pase lo que pase. Él nos fortalecerá y consolará interiormente y nos hará comprender que la calamidad pasará. Entonces nos corresponde a nosotros saber esperar hasta que llegue el momento y no precipitarnos con nuestras propias fuerzas. Tampoco debemos pensar que sería cobardía refugiarnos a la sombra de las alas del Padre. Antes bien, es parte del realismo de la vida. La meta de un discípulo de Cristo no es el heroísmo, sino la santidad. El hecho de que también se puedan realizar actos heroicos en el camino de la santidad es añadidura, por así decir.
Lo esencial es que sepamos dónde refugiarnos cuando una desgracia nos amenaza, y que no caigamos en desesperación. Bajo la sombra de las alas de nuestro Padre, la calamidad pasará.