“Mi luz ahuyenta toda oscuridad, hasta el punto de que te duela haber tenido aún el más mínimo pensamiento equivocado” (Palabra interior).
Dios es luz y no hay en Él sombra alguna (1Jn 1,5). Nuestro Padre es el amor (1Jn 4,8b). Cuando el amor se derrama en nuestros corazones y nosotros nos dejamos mover por él, no podrá subsistir nada que se oponga a este amor. Así es como tiene lugar la purificación del corazón.
Nuestra alma, lavada y blanqueada con la sangre del Cordero (Ap 7,14), se eleva a su verdadera grandeza y belleza. Exulta en Dios y, al mismo tiempo, empieza a sufrir bajo sí misma. Pero se trata de un sufrimiento salutífero y valioso, porque el alma, herida por el amor de Dios, ya no quiere ser arrastrada por sus apetencias desordenadas, ni a nivel sensual ni espiritual. Se trata, entonces, de un sufrimiento por amor.
El alma no quiere sino agradar a su Padre en todo, y gime bajo las malas inclinaciones que aún no ha podido vencer. Se vuelve tan sensible que incluso cada pensamiento inapropiado le causa un verdadero dolor espiritual.
Pero una y otra vez el amor del Señor la levanta y la reconforta. El alma sabe que al Señor le agrada su anhelo de recibir un corazón nuevo. Ella sabe que Dios ve todos sus esfuerzos y entiende que se trata de un sufrimiento por amor. Así, no surge en ella amargura ni desesperación, sino que aumenta su anhelo de amar más, de amar como el Señor mismo ama. También entiende que es el Señor quien lleva a cabo esta transformación en ella. Comprende que primero tiene que sufrir bajo su corazón malo, para luego suplicar de rodillas un corazón nuevo.
La consciencia de su inclinación al mal la hace vigilante y así deja de lado toda frivolidad. El alma da gracias al Señor porque Él le muestra su bondad purificándola hasta lo más profundo y preparándola así para la eternidad. En vistas de su propia debilidad, le agradece por su infinita misericordia, que una y otra vez experimenta en su camino. El alma percibe que el Padre quiere lograr la victoria del amor en ella, y se sienta a sus pies para escucharle atentamente (cf. Lc 10,39).